Carolina Otero




(1868 – 1965).

Su nombre real era Agustina Otero Iglesias. Nació en Puente Valga, provincia de Pontevedra, el 4 de Noviembre de 1868, en el seno de una familia paupérrima. Su padre era un comerciante al que nunca conoció y su madre era una mendiga que tuvo otros cinco hijos.

La historia de su vida ha trascendido con datos nebulosos, en parte por las invenciones que ella misma difundió. Pero sí está comprobado que a los once años sufrió una terrible agresión sexual que le ocasionó una rotura de pelvis y graves desgarros. Quedó incapacitada para tener hijos. Tras la violación, el trato humillante que recibía en Puente Valga la llevó a escaparse y a cambiar su nombre por el de Carolina, que tomó de una hermana mayor muerta. Pero poco se conoce de ella desde su desaparición hasta finales de 1880, cuando la Bella empieza a triunfar en el sur de Francia.

Otero llegó al París del optimismo y la joie de vivre, la alegría de vivir, cuyos epicentros nocturnos eran salas de fiesta extravagantes como el Moulin Rouge o el Folies – Bergeré. El Music Hall parisino disfrutaba de un gran esplendor, con espectáculos de canto, baile, teatro y actuaciones circenses. Además, a finales del siglo XIX se produjo un auténtico boom del erotismo femenino. La gallega se redefinió andaluza, pasional y muy flamenca, para promocionarse en el extranjero gracias al aclamado exotismo español.

Desde entonces sus coreografías, el repiqueteo de sus castañuelas y la voluptuosidad de sus movimientos la convirtieron en la Bella Otero, la española más famosa de su tiempo, que triunfó en sus giras por América, Europa y otros destinos remotos, como Egipto, Australia y Oriente Medio.

Nueva York fue uno de los lugares en los que desató furor. La desconocida artista llegó a la ciudad de los rascacielos arropada por una gran campaña publicitaria a cargo de su mentor, Ernest Jurgens, que la anunciaba como la bailarina más prestigiosa de España. No sólo triunfó en los escenarios: también se introdujo en la alta sociedad neoyorkina y se convirtió en amante del millonario William K. Vanderbilt.

Nunca se casó, pero formó una extensa corte de amantes. Su fama creció aún más gracias a su íntima relación con monarcas y emperadores, que la colmaban de regalo carísimos. A sus manos llegaron joyas extraordinarias: desde un collar que perteneció a María Antonieta hasta otro de la emperatriz Eugenia de Montijo. El príncipe Alberto de Mónaco, Leopoldo II de Bélgica, Nicolás II de Rusia, el emperador Guillermo de Alemania y Eduardo VII de Inglaterra se incluyen en su larga lista de admiradores de sangre azul. Los volvía locos. Alternaba momentos de pasión desenfrenada con otros de indiferencia e incluso brotes de venganza. Terminaron por llamarla “Sirena de los Suicidas”: hasta siete pretendientes se quitaron la vida desesperados por su rechazo. Entre ellos se contaba un conde polaco, un aristócrata francés y el agente artístico que años atrás le había lanzado al estrellato, Ernest Jurgens.

Con el fin de la Primera Guerra Mundial llegó también el ocaso de la bailarina, que abandonó voluntariamente la vida pública para dejar indeleble el recuerdo de sus años de éxito. Se estableció sola en Niza y se entregó a su pasión más intensa y devastadora: el juego. También el azar y las grandes apuestas entraban dentro del clima y el talante de la Belle Époque. Y la Bella Otero no escapó de las garras de la ruleta. En el Casino de Montecarlo llegó a perder 700,000 francos de oro en una noche.

La mala racha la obligó a cambiar su lujoso hogar, lleno de criados y damas de compañía, por una modesta habitación de hotel. Finalmente perdió toda su fortuna y tuvo que subsistir con una exigua pensión que le cedió el propio Casino de Niza. Agustina Otero murió a los 96 años, en la ruina y en un París totalmente ajeno ya a los encantos de la Belle Époque.


Fuente: Historia y Vida #39.746.

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