Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 8

Encadenada a la estela de desesperación de aquel silencio y convicción empavorecida, Clía saltó del carruaje, no sin antes haber acunado en su regazo el violín – que parecía tiritar –, el estuche de terciopelo y la pluma plateada, ensombrecida ahora por unas diminutas formas, del tamaño de semillas, que se asemejaban a entornados ojos cristalinos. Dos paso sobre aquel suelo encharcado fueron suficientes para recuperar el equilibrio, aunque pronto advirtió que no había nadie sobre el asiento del cochero. El extraño hombre de la bufanda había desaparecido. Le pareció encontrarse en un abismo de paredes de hielo y presintió la estela de varias siluetas al acecho. Intuyó que los buitres se habían posado en alguna cornisa cercana, presintió sus ojos fijos en ella, sus gélidas miradas de paciente espera.

Apenas había elevado su mirada para hermanarse con la oscuridad cuando sus párpados comenzaron a temblar con desconsuelo y temor, sintiendo ella – irreal presentimiento – que la penumbra se había convertido en una gran garganta dispuesta a engullirla de una vez. El viento, temió, enredaría sus lamentos llegado el instante y en sus brazos gélidos la mecería, la atolondraría, cuando una lengua de fuego viniera del infinito a sentirla y condenarla. Los monjes de las campanadas y el aullido de los lobos acudirían a ensombrecer sus pómulos, a cortar sus manos, a colmar su garganta con bolitas de alcanfor. Cruzarían la bruma del pueblo desolado hasta ella. Así imaginaba el silencio.

- Son sólo pesadillas de invierno – se dijo, recordando aquellos sueños tan repetidos, tan tenebrosos, aquéllos en los que las formas espectrales, unidas sus manos de alga, había acudido a su habitación en una noche encantada.

Palpó el carruaje y caminó hasta que su mirada se topó con un muro de hiedra y blanco morrecino tras las verjas de niebla. Era un edificio en ruinas, espantosamente oscuro y descuidado.

- Sólo sueños. ¿A quién habrían de asustar estos espejismos y alucinaciones? – insistió.

Esta vez, sus palabras, el esmalte de sus pensamientos, se oyeron desencantadas en la palidez y sombras del lugar, No creyó el primer guiño de contemplación, aquél que le reveló lo que tenía ante sí. Por unos instantes ante la estampa de aquel edificio de ventanales mudos, sellados por varios maderos carcomidos, clavados entre sí, sobre cortinajes desgarrados, balcones caídos, veletas romas y puerta principal cubierta de musgo, recordó con agrado y melancolía, a conciencia – por un leve respiro de alivio – su vida normal en Angelía, sus días de clase, las cenas de sopa humeante y el sopor bajo el edredón o las colchas de franela. También sus suspiros y sueños en el conservatorio, aquellas tardes de batuta y melodías serenas. Aquella fue la imagen que se repitió una y otra vez en su mente mientras contemplaba el edificio.

- ¡Quién pudiera volver a ese lugar, a esos pasillos y a esas aulas de estufa de neón!, susurró anhelante, contemplando aquella fachada en ruinas, de tenso brillo escarpado en sus cornisas, allá donde en otros tiempos habían arrullado sombras. De repente distinguió una niña manca en el umbral del edificio, acurrucada en dos cojines pardos. La pequeña no tardó en mirarla.

-Me han hablado de ti – se apresuró a decirle la niña. ¿Es verdad que vienes a liberarnos? – tenía descarnados sus pómulos y se adivinaban trabas de hollín en su semblante, tal vez pulcro en el ayer.

- No sé de qué me hablas… ¿Liberaros? – preguntó Clía.

- ¡Oh! Se lamentó ella y se le arquearon gélidas las pestañas. – Entonces, ¿no podremos salir de aquí jamás? – preguntó, con sus pupilas cautivas en una oscura tristeza. Titubeó antes de seguir hablando –.  Otras como tú vinieron a este lugar para ganar el concurso, pero todas demostraron ser torpes y acabaron mal. Tú tienes otro brillo en los ojos.

- ¿Otras? – le apretó los brazos con furia incontenida.

- Al menos, podrás enseñarme a cantar – susurró la niña con anhelo.

Justo en aquel instante emergió del umbral de aquel edificio en ruinas una afilada silueta desconocida.

- Aparta, torpe. Vete a otro sitio a mendigar – expresó con desagrado el aparecido pateando la espalda de la pequeña que, al instante, se alejó de Clía, a gatas.

- Bienvenida, señorita. Por fin usted – el semblante del extraño se untó con la siniestra claridad de uno de aquellos faroles sonámbulos que suspiraban en la calle. LA tomó de la cintura, sin que ella se atreviese a resistirse. Había reconocido las facciones de su padre en aquel rostro.

- Cantaremos – musitó desafinadamente mientras la conducía al interior del edificio y la ayudaba a subir por aquellas escaleras en las que se habían estancado durante años varios trazos de tiniebla.

En la calle, los relámpagos del silencio vinieron a atravesar el cuerpo de la niña desvalida y después fueron a estrellarse violentamente sobre la fachada del edificio, que tembló durante unos instantes.

- Nos alegramos tanto – dijo el extraño.

- Padre – susurró Clía, pero el hombre no se inmutó. Enfilaron un pasillo de ventanales resquebrajados. Reconoció la tonalidad acaramelada, aunque mugrienta de aquellas cortinas, y también el silencio de las habitaciones de aquellas aulas. Era el conservatorio de Angelía, desolado ahora.

Encararon finalmente una puerta de seda y el extraño acarició el estuche del violín.

- Imagine usted que sus manos se helasen para siempre y no pudiese volver a tocar – le dijo el hombre al dejarla en aquel umbral –. A veces envidio a los muertos – dijo mientras se alejaba de ella.     


Fuente: Julio Ángel Olivares Merino – Terror, Editores Mexicanos Unidos, p. 73 – 75.

La 7° parte de este libro lo puedes leer con este link:

El capítulo 9 de este libro puedes consultarlo en este enlace:

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