La xmakol

Xmakol, en lenguaje de indios mayas significa mujer perezosa, y en términos más corrientes: mujer floja.

Hubo un matrimonio que vivía muy feliz. La mujer era una persona hacendosa y madrugadora, que todos los días hacía los menesteres de la casa, desde los más insignificantes hasta los de mayor cuidado. El hombre era muy trabajador, dedicado al cultivo de su milpa.

Todas las tardes, al regresar de su milpa, pasaba frente a la casa de una hermosa mujer que veía diariamente sentada a la puerta, y siempre muy bien vestida y sonriente. Era viu­da por añadidura, y estaba en lo más florido de la edad y sus encantos no eran pocos. El hombre no era indiferente a esto. Las miradas dicen más que los labios, y es con los ojos con lo que dan inicio todas las historias de amor: al principio, con miradas suaves; después con ardientes. Así comenzó la que toca a nuestros personajes.

Luego de mucho hablarse con los ojos, el indio decidió ha­blarle a la hermosa dama. Estaba feliz de la primera entrevista. Qué conversación más amena y cordial, la bella mujer respiraba bondad, y qué pulcritud en todas las personas de la familia, ya que la viuda tenía dos hijas.

Pero la esposa del indio comenzó a notar en su marido ciertos desvíos, y aun a escuchar ciertas frases cortantes. Así que un día, enojado, el hombre le dijo:

—Tú no sabes arreglar bien tus vestidos. Te vez sucia, no eres como otras a quienes da gusto ver, sentadas a la puerta de sus casas después de los quehaceres del día, tomando el fresco de la tarde.

—Es que yo no tengo tiempo para pensar en mi persona, y arreglarme —respondió la mujer, molesta por el reproche—. Todo el día estoy ocupada en los trabajos de la casa.

El indio visitó más a menudo la casa de la viuda, y en una de ellas escuchó que una de las hijas decía a la madre:

—Madre, recuerda que tenemos que hacer kux.

Pero el hombre escuchó kuch —así se llama a un instrumento de hilar—, y pensó: "qué familia más trabajadora; ella misma hila la tela de sus ropas".

Cuando llegó a su casa, molesto, dijo a la esposa:

—He notado que tú eres una mujer muy floja. Tú no hilas la tela de nuestras ropas. Otras mujeres que conozco sí saben hacer ese trabajo, ayudando así al esposo.

—Yo no sé hilar —contestó la mujer—, pero sé hacer otras cosas. Además, no tendría tiempo, pues estoy sola en el manejo de toda nuestra casa.

Otra ocasión el hombre oyó decir a la viuda a una de sus hijas: "Muchacha, no vayas a olvidar el zacá". Pero el indio no oyó clara la palabra, confundiéndola con zacal, que significa telar, y esto confirmó su convicción de que no había familia más hacendosa.

Y otra vez refunfuñando con su mujer le dijo seriamente que ya estaba cansado de vivir con una mujer que no sabía hacer nada, ni siquiera hilar la ropa.

En otra ocasión que visitó a la viuda con la cual el hom­bre se iba entendiendo a gran prisa, escuchó decir a sus hijas que ya era la hora del kah. Pero él creyó oír la palabra kaan, que significa hamaca, deduciendo que aquellas mujeres tejían hasta las hamacas que utilizaban.

—Hay otras mujeres que no solamente hilan y tejen su ropa —dijo el indio a su esposa, llegando a casa—, sino que también fabrican sus hamacas. Sólo tú no sabes hacer nada de eso, pero esto se tiene que acabar, pues no puedo seguir viviendo con una mujer que en nada ayuda a su esposo.

La esposa le dio razones, pero bien sabía que la felicidad había desaparecido de su hogar y que su marido la abandonaría.

Y ciertamente así ocurrió. Cada día se enamoraba más de la viuda y creyendo que la dicha lo esperaba al lado de aquella mujer tan hacendosa como bella, al fin decidió abandonar su hogar e irse a vivir con la viudita.

—Mañana —le dijo a ésta al visitarla, después de haber to­mado aquella decisión—, cuando regrese de mi milpa en vez de ir a mi casa vendré a la tuya y ya no nos separaremos. Viviremos juntos como esposos y nos irá muy bien. Traeré los mejores elotes y un buen pavo del monte para festejar el suceso con una gran comida.

El indio creía que serían también unas excelentes cocineras y ya paladeaba el opíparo banquete.

Y tal como lo había pensado, al día siguiente dejó el hombre más temprano su milpa y con un buen cargamento de hermosas mazorcas de maíz para las tortillas y un magnífico pavo del monte, se fue a la casa que de ahí en adelante también iba a ser la suya.

—Cumplo lo que te ofrecí —le dijo a la viuda al llegar—. Ya no regresaré a mi casa. Desde hoy tú serás mi mujer y se­remos muy felices. Aquí tienes elotes y un buen pavo para que prepares una exquisita cena.

Antes de comer acostumbraba bañarse, así que le pidió a la mujer que le preparara el baño, pero su asombro fue grande cuando la mujer le dijo que era mucho trabajo preparar baños, que se fuera junto al pozo y que allí se bañara sacando el agua, pues esa era la costumbre en la casa.

La contestación extrañó al indio, pero supuso que eso era porque la viuda y las hijas querían tener más tiempo para co­cinar mejor lo que había llevado. Como pudo se bañó junto al pozo del solar, recordando que en su hogar la esposa siempre le tenía preparado el baño.

Esperó luego la cena, y como el tiempo pasaba y no había trazas de tal, le llamó la atención a la viuda, diciéndole que se hacía tarde. Y cuál fue su sorpresa cuando la otra le repuso:

—No la esperes, aquí sólo hacemos una comida al día, ya que es más económico, y hace ganar tiempo. Mañana comerás " bien lo que has traído.

El hombre se enojó, pero aún pudo reflexionar que lo de la economía es siempre una virtud.

Al día siguiente se preparó a comer con voraz apetito, y llegada la hora pidió la mesa. Aún tuvo que esperar, hasta que por fin la viuda le dijo que estaba" lista la comida, invitándolo a sentarse en una banqueta sucia y desportillada y sobre esta una olla escondía en su interior un mal puchero.

—¿Y las tortillas? —dijo el hombre viendo que las mujeres ya comían sin ellas.

—Qué tortillas ni qué tortillas —respondió la mujer—. Aquí no hacemos tortillas porque es perder el tiempo. Echamos los maíces dentro de la olla y así se cuece todo junto. Viene a ser lo mismo.

Y en efecto, entre el caldo ralo y frío, pues no estaba con­dimentado, nadaban los granos de maíz. El hombre no resistió más. Resultaba que aquella familia a la cual creía muy hacen­dosa, no acostumbraba hacer las cosas más necesarias, ya que el tiempo lo empleaban para componerse y adornarse a fin de lucir en la calle.

Pidió explicaciones por las frases que había escuchado y que le hicieron suponer que se trataba de una familia ejem­plar, entonces cayó en la cuenta de que se había equivocado por haber confundido algunas palabras. Supo así que lo que había entendido por kuch, o sea hilar, había sido kux, que significa mascar, expresión que usó la viuda al dirigirse a sus hijas para decirles que había llegado la hora de comer. Que cuando oyó kaan, frase que él entendió por hamaca, creyendo que se trataba de su elaboración, se había equivocado nue­vamente, pues la mujer había dicho kah, que significa maíz tostado, refiriéndose la viuda precisamente al hecho de que en aquella casa se acostumbraba sólo tostar el maíz, pero nunca a molerlo; finalmente cuando oyó decir zacal a la mujer, creyó que se trataba del telar; también se había confundido, pues la otra había dicho zacá, que es atole, bebida que era lo único que hacía aquella gente para tomar.

Y el castillo de naipes se derrumbó. El hombre abandonó decepcionado la casa, y avergonzado regresó a la suya pidiendo perdón a su mujer, a la cual le dijo:

—Después de todo, está bien lo que me sucedió, pues de esta manera he comprendido lo que vales, y cuan engañosas son las apariencias.




Fuente:
Ediciones Leyenda – México y sus leyendas. Compilación, p. 91 – 94.

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