Jesús. Misión pública. Hacia Jerusalén

Jesús y sus discípulos emprenden la subida de las colinas hacia Jerusalén, es la primera vez que el Maestro y los doce se encuentran en este sitio todos juntos. Durante todo ese tiempo, cada día, Jesús o uno de los apóstoles revelan la pala­bra de Dios en el templo y de lo más importante de sus palabras, destacan que:

  • El reino de Dios está cerca.
  • La fe en Dios es la llave que permite entrar en el rei­no de los cielos.
  • El amor es la máxima veneración a Dios y está ínti­mamente ligado al amar al prójimo como a nosotros mismos.
  • El cumplimiento total de la voluntad de Dios.

Las multitudes, al escuchar estas enseñanzas, sienten alegría en todos ellos, por lo que los sacerdotes y dirigentes judíos empiezan a interesarse y preocuparse mucho por Jesús y la gente que lo sigue y proclama. Este es el principio difusor del evangelio del reino en el mundo exterior, el ar­duo trabajo no se limitará únicamente a Palestina.

Una de las enseñanzas que Jesús predica se refiere a la certeza en la promesa, de él y sus apóstoles, sobre una nue­va vida tanto en la Tierra como en el cielo: "En cuanto a mi mensaje y a las enseñanzas de mis discípulos, deben juz­garnos por nuestros frutos, si" pregonamos la verdad del espíritu, éste atestiguará en sus corazones que nuestra mi­sión es genuina. En cuanto al reino y a la seguridad de que serán aceptados por el Padre celestial, permítanme pregun­tar: ¿Existe un padre merecedor de ese nombre y de buen corazón, que mantenga a su hijo en el dilema en cuanto a su posición dentro de la familia o a la seguridad en el afecto del corazón de su padre? ¿Acaso los padres gozan martirizando a los hijos con titubeos sobre el lugar que ocupan en el amor permanente de su corazón humano? "Nuestro Padre que está en el cielo, tampoco deja a sus hijos, nacidos del espíritu por la fe, en duda sobre su posi­ción en el reino. Si reciben a Dios como su Padre, entonces sí que son en verdad los hijos de Dios. Y si son sus hijos, entonces están seguros de la posición y el lugar de todo lo concerniente a la procedencia eterna y divina. Si hacen la voluntad del Padre que está en el cielo, nunca dejarán de conseguir la vida eterna de progreso en el reino divino".

En cada oportunidad, la gente permanece muchas horas con Jesús, haciendo preguntas y escuchando atentamente sus respuestas reconfortantes; además, estas cátedras del Maestro animan aún más a los apóstoles a predicar el evan­gelio del reino con más fuerza y seguridad, por si no es suficiente, la habilidad adquirida en Jerusalén es una gran iluminación para los doce. Es su primer contacto con una enorme cantidad de personas, por lo que asimilan muchas valiosas lecciones que resultarán muy provechosas en su labor a futuro.

Jesús conoce perfectamente la naturaleza humana, nun­ca dice que es el Mesías, siempre son los demás quienes se lo atribuyen al verlo y escucharlo en las sinagogas, al dis­cutir sobre las leyes y profetas, predicando en las riberas del lago Genezareth, en las embarcaciones de los pes­cadores, en las refrescantes fuentes, en los extraños oasis que verdean el desierto, pero no sólo eso, también empie­za a sanar enfermos con la sola imposición de manos, con una mirada, por una orden, con su presencia e incluso a distancia únicamente con la fe de las personas en el Hijo de Dios.

Con el tiempo, la fama de Jesús crece por su presencia, palabra y milagros, las concentraciones humanas cada vez son mayores así como los discípulos que lo acompañan a todos los lugares y tienen la firme creencia de que él es el Mesías, aunque siga sin reconocerlo explícitamente el mismo nazareno. Desde luego, los seguidores aumentan en cada comunidad que visita, principalmente porque hay gente muy humilde, como pescadores, campesinos, artesa­nos, carpinteros y esto lo satisface mucho, porque quiere seres humanos rectos, fervorosos y creyentes quienes fi­nalmente serán convencidos por la palabra del Hijo del Hombre.

A veces, ni siquiera es necesario escucharlo o estar cer­ca de él, con una mirada sabe de qué está hecha el alma de hombres, mujeres y niños y cuando ésta llama su atención, basta decirle "¡Sígueme!", para que estos cuerpos y almas lo acompañen sin ningún reparo o pretexto. Con esta pos­tura, Jesús convence a los indecisos, aturdidos, miedosos y confusos y más cuando escuchan decirles: "¡Vengan a mí los que sufren, yo los aliviaré, porque mi yugo es ligero y la carga liviana!" Con él no hay profesión de fe ni juramentos, únicamente amor hacia su Padre, Dios, él y la certeza de su misión.

Fuente:
Los Grandes. Jesús, Editorial Tomo, p. 111 – 114.

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