Jesús. Misión pública. Predicación en varias ciudades

Jesús y los apóstoles deciden hacer una primera visita de predicación pública en Galilea con la ayuda de los antiguos discípulos de Juan, además de bautizar a los creyentes en Rimón, Jótapata, Rama, Zabulón, Irón, Císcala, Corazín, Madón, Caná, Naín y Endor y proclaman el evangelio del reino a medida que pasan por ellas.

En Rimón

La pequeña ciudad de Rimón dedica tiempo a la adoración de Ramán, dios babilónico del aire ya que las creencias de los rimonitas contienen todavía muchas enseñanzas babilónicas primitivas y posteriores de Zoroastro, ésta es, justamente, la razón por la que Jesús y los discípulos se dedican totalmente a la ardua labor de señalar claramente la diferencia entre estas antiguas creencias y el nuevo evan­gelio del reino.

Muchos de los conceptos babilónicos y persas más avan­zados sobre la luz y las tinieblas, el bien y el mal, el tiempo y la eternidad, son incorporados más tarde en las doctrinas cristianas con la intención de que los pueblos del Cercano Oriente acepten rápidamente las enseñanzas de Jesús. Es aquí, donde Todán escucha por primera vez el evangelio del reino y más tarde lo da a conocer en Mesopotamia y en otros lugares más alejados; es uno de los primeros que pre­dica la buena nueva a los habitantes de más allá del Éufrates.

Así, el evangelio se extiende a otras ciudades como Jó­tapata, Zabulón, Irón, Naín, Endor, Rama, en donde el Maestro tiene un encuentro intelectual con un anciano filó­sofo griego que enseña que la ciencia y la filosofía son suficientes para satisfacer las necesidades de la experiencia humana. Jesús escucha paciente, tolerante y hasta con sim­patía a este educador, aceptando muchas de las verdades que dice. Al terminar de hablar, el galileo comenta que en el examen de la existencia humana ha omitido explicar "de dónde, por qué y hacia dónde" y agrega: "Allí donde tú terminas, empezamos nosotros."

El credo es una revelación al alma humana que trata con realidades espirituales, que la mente sola nunca podrá descubrir ni sondear por completo. Los esfuerzos intelec­tuales revelan hechos de la vida, pero el evangelio del reino descubre verdades de la existencia. El anciano filósofo es conmovido por el método de acercarse del Maestro y como es sinceramente honrado de corazón, cree rápidamente en las palabras que acaba de escuchar.

Y dirigiéndose más a sus discípulos que al buen ancia­no filósofo, Jesús explica: "Todo hijo terrestre que sigue los principios del espíritu terminará conociendo la voluntad de Dios y aquel que obedece la voluntad de mi Padre, vivi­rá para siempre. El camino que lleva de la vida terrenal a la eternidad no está marcada con claridad, pero esto no impi­de ver el camino que siempre ha estado ahí y yo vengo para hacerlo nuevo y viviente, muchas de estas ideas las com­prenderán mejor cuando yo regrese al Padre y sean capaces de mirar en el pasado estas experiencias".

Los apóstoles continúan predicando y bautizando a los creyentes, conservan la costumbre de ir de casa en casa para consolar a los deprimidos y cuidar a los enfermos y afligi­dos. En Irón, pueblo minero, Jesús se conmueve por las súplicas de un leproso que le pide que lo sane, porque de otra manera no podrá entrar en el cielo. Como Jesús lo ve muy afligido y escucha sus palabras llenas de fe, lo contemplaba y entonces, el Maestro extiende su mano, lo toca y ora en voz alta: "Padre mío, ¡Sí quiero! Estás purificado", y el hombre sana de inmediato; la lepra ha dejado de atormentarlo.

Jesús recomienda al hombre que no divulgue la noticia de su curación y que mejor se presente ante el sacerdote y ofrezca los sacrificios ordenados por Moisés en testimonio de su purificación, pero no lo hace así y se dedica a anun­ciar por todos lados que ha sido curado de su lepra y como todo el pueblo lo conoce, empiezan a circular la buena nue­va, pero no la que el Mesías desea, sino la de la curación milagrosa, por lo que el Maestro decide alejarse de esa co­munidad y encamina sus pasos a otros poblados.

Fuente: 
Los Grandes. Jesús, Editorial Tomo, p. 129 – 131.

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