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Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 9

Clía empujó la puerta y sus yemas se hundieron en el tacto de aquella seda. En breves instantes estaba ya dentro de una singular habitación.

- Bienvenida Clía – dijo una voz nasal, con cierto matiz de feminidad, desde la profundidad de la estancia.

Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 8

Encadenada a la estela de desesperación de aquel silencio y convicción empavorecida, Clía saltó del carruaje, no sin antes haber acunado en su regazo el violín – que parecía tiritar –, el estuche de terciopelo y la pluma plateada, ensombrecida ahora por unas diminutas formas, del tamaño de semillas, que se asemejaban a entornados ojos cristalinos. Dos paso sobre aquel suelo encharcado fueron suficientes para recuperar el equilibrio, aunque pronto advirtió que no había nadie sobre el asiento del cochero. El extraño hombre de la bufanda había desaparecido. Le pareció encontrarse en un abismo de paredes de hielo y presintió la estela de varias siluetas al acecho. Intuyó que los buitres se habían posado en alguna cornisa cercana, presintió sus ojos fijos en ella, sus gélidas miradas de paciente espera.

Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 6

Estuvo tentada a retroceder con cada paso que hiló en dirección a aquella ventanilla de marco astillado, vestida de enredaderas descoloridas e invisibles besos de oscuridad. Un transparente, pero irreal bostezo de voces broncas y estremecedoras acompañó sus movimientos, como si las nubes, apretujadas en su lago de oscuridad en las alturas, estuviesen entonando una nana de sombras y pavor, anunciando la súbita aparición de algo horrible, tal y como ella temía.

Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 5

El bufón había desaparecido. Ni rastro de él. Tan sólo una densa murmuración de pasos en la profundidad de aquel vagón, calada sucesivamente a los otros eslabones de tren, probablemente hasta el sopor de la noche, revelando, tal vez, que había decidido marchar o quizás era sólo que jamás había estado allí y se oía el rumor de los pasajeros que, a buen seguro, estarían tratando de bajar los vagones.

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