Viernes, una
noche antes de plenilunio.
Medianoche.
Lo que hallé escrito tras el
lienzo del sótano cuenta precisamente, según creo, la leyenda de esa bruja del
bosque. Inna de Mort, que así se llamaba – o llama – era en vida, a principios
del siglo, una hermosa muchacha de familia noble y vida embelesada, pretendida
por varios caballeros, sobre todo por poetas que veían en sus encantadores ojos
una fuente de inspiración inagotable. Al parecer, según se refería en las
líneas talladas en el envés del cuadro del sótano, Inna se adentró en el bosque
un atardecer, siguiendo el vuelo de su hermoso jilguero que había escapado de
su jaula de mimbre justo cuando ella se disponía a acariciarlo como cada noche
antes de disponerse a dormir. Se cuenta en las líneas del lienzo que la
muchacha jamás regresó de entre la arboleda aquella noche sin luna, que un
demonio la acechó y arrancó su corazón para borrar con su sangre la vereda que
atravesaba el bosque. Desde entonces vaga desesperadamente, sonámbula, entre
los troncos desangelados, a la espera de trazar nuevamente ese camino de
retorno. Al parecer, el jilguero aún canta perdido en el bosque y en algún
rincón de la ciudad se oculta, polvorienta, la jaula de mimbre a la que ella
desea devolverlo para descansar por fin en paz.