La niña Juana Inés. Una mirada a su época

Apegándonos a la descripción de uno de los biógrafos de Sor Juana, Nepantla, que en lengua náhuatl quiere decir ‘en medio, entre el frío y el calor’, es un pequeño pueblo ubicado en medio de la sierra; entre la zona templada y la tropical; en medio del calor y el frío, a la mitad de los volcanes y de la llanura. Es un lugar muy bello que pertenece al Estado de México. En el sitio donde se hallaba La Celda hay “un río que corre barranca abajo, precisamente a muy poca distancia del frente de la casa (de Asbaje). Desde esta podía oír la pequeña Juana su sonido cristalino que puso temprana música en sus oídos afinándolas para la armonía: es un río inspirador. En el corte profundo de la montaña, las piedras de su cauce, enormes y grises, modeladas por siglos de erosión, remedan animales antidiluvianos. Se cruza por un puente rústico (que atraviesa el ferrocarril), debajo del cual se precipitan veloces y rumorosas las aguas camino de Yautepec”. Dice la historia, además, que “la hacienda de Nepantla no era muy rica, pues rentaba 60 pesos al año y el ganado que tenía era de cincuenta bueyes mansos de arada; veinte vacas y becerros; treinta yeguas de trilla, veinte mulas y muchos apareados de reata y cincuenta abejas de vientre”. En sus campos se daban “sesenta fanegas de trigo”.

En general, el mundo físico donde nació Sor Juana no ha cambiado mayormente desde entonces. Al Sur de la República Mexicana existen aún las grandes extensiones de junglas o selvas impenetrables; al Norte están las altas montañas, cuyos picos cubiertos de nieve parecen penetrar en el cielo, y todavía más al Norte, se abren los áridos desiertos salpicados de cactus. La única variación consiste en las fronteras que entonces se extendían más allá del río Bravo, del río Grande, hasta la bahía de San Francisco California, y por el oriente del continente, atravesaban lo que ahora es el estado de Texas.

México en el siglo XVII era un inmenso y pintoresco territorio, de variados y hermosos paisajes, y muy rico en promesas. Era la joya americana más preciada por los españoles. La Colonia se había establecido ciento treinta años antes, y a pesar de prevalecer la población indígena sobre una minoría de raza blanca, los conquistadores habían impuesto su lengua y su religión. Por todas partes había asentamientos de indios muy parecidos a San Miguel de Nepantla, cuyos habitantes eran casi todos indios y vivían en jacales con techos de paja, paredes de adobe o de ramas de árboles, gozando derechos comunes de propiedad sobre los campos y las corrientes de agua.

La organización de la sociedad novohispana tomó criterios de vieja tradición de la península ibérica. El lugar preferente y señalado por el honor lo tenían los ‘españoles’ tanto los peninsulares como los nacidos en estas tierras, actuando todos bajo un régimen de libertad de movimiento y de contratación. De acuerdo con la legislación de la época, los indios debían considerarse iguales a los españoles en cuanto a su régimen personal: eran vasallos libres del rey y podían contraer matrimonio con gente de origen español; sin embargo, se les sujetaba “en especial protección” quitándoles libertad de movimiento, pues eran obligados a vivir en sus pueblos. Esta situación de vivienda fue la que determinó, a la larga, la categoría de ‘indio’: tal era el que vivía sujeto en el pueblo donde también había gran cantidad de mestizos que vivían, tributaban, prestaban servicios y ejercían cargos como autoridades de República.

En los mapas de la Ciudad de México del siglo XVII se observa la demarcación señalada para la vida de las castas europeas. En 1692 se dispuso que los indios salieran del centro de la ciudad, y sólo habitaran en los barrios. Agotados los recursos de vida y puesta en tensión la resistencia de unos y otros, el pueblo solía amotinarse, como en ensayo de insurgencia, para reclamar derechos reales no definidos aún en el espíritu colectivo de la nación. La actitud de las clases ofendidas subía de punto ante la falta de mesura de las autoridades – civiles y religiosas – que disputaban en público, se entrometían en las funciones y aun se atropellaban por melindres de amor propio y de protocolo.

Las depredaciones de los piratas en el Golfo y en las Antillas, y las del bandidaje en los caminos abiertos al tránsito campesino, influían en el carácter hermético de las poblaciones primitivas.   Ante la amenaza de los corsarios y de los bandidos, las playas aisladas y las aldeas humildes eran abandonadas y sus habitantes venían a engrosar el índice de las ciudades. Esto agravó así el problema urbano de la Nueva España, del cual habrían de derivarse, con el tiempo, no solo fenómenos económicos, sino también políticos.

La hacienda o gran propiedad autosuficiente fue la unidad productora desarrollada en el siglo XVII y que habría de caracterizar la vida económica de la Nueva España. Varios factores convergieron en el surgimiento de la hacienda. Ante todo, la gran propiedad territorial la cual fue afirmándose desde la segunda mitad del siglo XVI; luego, el cambio en el régimen de trabajo que acompañó a la decadencia de la encomienda, y el servicio personal, pues estos medios resultaron insuficientes para satisfacer las demandas de la población.

Por afán de riqueza, poder y prestigio personal, los ‘señores de la tierra’ y dueños de grandes extensiones fueron acaparando, en el centro y norte de la Nueva España, tierras que luego se organizarían en torno a las construcciones de grandes casas, con templos propios para los servicios religiosos de una población que se iba agrupando dentro de ellas. Si en la segunda mitad del siglo XVI dejaron de construirse los grandes monasterios que ahora nos admiran, también entonces surgen las obras propias de las haciendas y ciudades criollas, cuyo inventario y comprensión histórica podrán mostrar una imagen muy distinta del siglo XVII novohispano.

En cuanto al fenómeno de la ‘transculturación’, la Colonia no era entonces sino el reflejo de la vida y del pensamiento de España. Sin embargo, las normas de la corte – ceñidas a las doctrinas contrarreformitas de la época – no siempre encontraron un eco fiel en el medio novohispano. (El periodo de la contrarreforma abarca de 1550 a 1650, pero la evolución fue más lenta en la Nueva España debido al aislamiento, y no sólo tomó algunos años más sino que terminó hasta finales de siglo XVII). Por lo general tales doctrinas perdían en el viaje su sentido – por ser producto de una contienda de intereses políticos y religiosos, cuya solución competía especialmente, al medio occidental –, o bien, al llegar, modificaban sus propósitos originales frente a las condiciones específicas de la cultura y de la economía americanas. En su concepción social y artística y en el empleo de sus recursos materiales, la vida española no coexistía con la que se realizaba en México.

La población del virreinato aún no definía un estilo propio en cuanto a la expresión de sus gustos y preferencias, y sobre el empleo de sus doctrinas. Mientras que en España ya sobresalían algunos núcleos – el aristocrático y el popular – que lograban su expresión en la literatura (novelas de caballería y de pícaros), en México comenzaban a delinear su carácter, sin alcanzar específica manifestación en las letras, los grupos que viajaban a la península – españoles, portugueses y judíos –, es decir, la familia criolla en gestación. No obstante, ni unos ni otros llegaron a representar el diez por ciento de la población al lado del mestizo que pugnaba por alcanzar el ejercicio de sus derechos y del indio que se debatía en la sombra. Y es que si España era parte viva de la cultura europea o unidad abstracta de la civilización occidental, sus colonias de América, apenas sí lograban tener presencia dentro de la humanidad.

Falta todavía señalar la transformación de las escuelas literarias al pasar de España a la Nueva España. La crítica se ha limitado a indicar las calcas y repeticiones realizadas por los escritores novohispanos, las cuales no tienen sino un valor relativo respecto de la génesis de la literatura propia de la Colonia. Desde su origen, la literatura de México muestra una actitud de rebeldías aisladas, que tanto denuncian las limitaciones que imponían las autoridades civiles y religiosas, que revela el espíritu hostil en que se incubaba. Nuestras letras, perfectas o imperfectas, mostraban cómo el hombre de entonces trataba de aprender a lección que le dictaba el Occidente. La literatura colonial del siglo XVII fue híbrida; se movía en el predio de los seminarios; no ejercía influencia espiritual; se aceptaba por capricho, por disciplina, no por seducción estética. Con más empeño que otros, los colegios de jesuitas cultivaron su ejercicio, pero, por supuesto, eran terrenos solo para varones.

En resumen, éste fue el ámbito socio – cultural en que se movió Sor Juana Inés de la Cruz, y tal vez por eso fue un fenómeno de su tiempo.    


Fuente:
Los Grandes Mexicanos – Sor Juana Inés de la Cruz, Editorial Tomo, 3° edición, p. 19 – 24.








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