La expansión del Islam

Una vez que lograron hacer de lado a los Omeya, los abasíes pusieron en pie una dinastía que abarcó cinco siglos. Fue el momento de mayor expansión del islam, en el que eminentes pensadores y artistas alumbraron una inigualable cultura árabe clásica. 

Bajo el gobierno abasí, Bagdad se convirtió en una ciudad floreciente e importantísimo centro comercial en cuyo bazar deslumbraban los rubíes procedentes de Yemen, las esmeraldas de Egipto o las turquesas de Irán. Los abasíes también mantuvieron contactos comerciales con la riquísima Constantinopla, capital del Imperio Romano Oriental, y soñaron con conquistarla algún día. De hecho, las tropas árabes intentaron tomarla sin éxito en los primeros años del islam.

La enorme distancia que existía entre Córdoba y Bagdad no era obstáculo para que entre ambas ciudades se produjera un continuo e intenso intercambio comercial. Desde Almería, el mayor puerto de Al-Andalus, se exportaban aceite peninsular, esclavos africanos y las preciadas monedas de oro que acuñaba el califato de Córdoba. Las modificaciones agrícolas que los árabes introdujeron en la cuenca mediterránea, el respeto que sentían hacia las necesidades colectivas de la gente del campo y la imposición de llevar a cabo una equitativa distribución de recursos, fueron logros que todavía hoy se perciben en la Europa meridional. Aún existe en Valencia el llamado Tribunal de las Aguas, que se reúne en la puerta de la Catedral -como antiguamente se hacía frente a la puerta de la mezquita- y procede al reparto de agua entre los agricultores de la huerta. En la Torre de la Vela de la Alhambra de Granada, una campana marcaba los turnos de riego en la Vega.

El amplio territorio del islam estaba vertebrado por numerosas rutas comerciales terrestres y marítimas por las que transitaban caravanas de camellos y barcos de carga que transportaban todo tipo de productos. Hacia el Este, en las estepas rusas, los comerciantes varegos —vikingos procedentes de Suecia— intercambiaban con los de Bagdad esclavos, pieles y objetos de cuero por sedas, oro y joyas. La dinastía Abasí ha quedado en la Historia como el momento de mayor esplendor de la cultura árabe clásica, impulsada por un largo listado de nombres: los teólogos al-Ghazali e ibn Hazn, los místicos al-Hallaj, Attar e ibn Arabi, los literatos Abu Nuwas y Ornar Khayyam, los filósofos y grandes médicos Avicena y Averroes o los geógrafos al-Muqaddasi e Idrisi. Aunque todos se expresaban en árabe, muchos habían nacido en otras etnias que fueron incorporadas al islam.

Y ese fue otro de los rasgos que caracterizaron la rápida expansión durante los siglos VII y VIII. El islam logró crear en poco tiempo una sociedad multicultural que adoptó al árabe como "lengua franca". A pesar de algunos casos aislados de intransigencia fundamentalista, el islam no aprobaba el uso del terror para hacer proselitismo, ni tampoco la amenaza de la espada para lograr las conversiones de los pueblos vencidos. "No obliguen a nadie en materia de religión", había dicho Mahoma a sus fieles.

Los pueblos de la Escritura (judíos y cristianos) fueron tratados con benevolencia por los primeros califas y también por las dos dinastías que los sucedieron, la Omeya y la Abasí. Los pueblos que vivían bajo la protección del islam debían pagar dos clases de tributos. El primero era sobre la tierra de cultivo y el segundo personal, es decir, se cobraba por cada hombre hábil —estaban excluidos niños, ancianos y mujeres-. Los creyentes no tenían que pagar tributos y vivían a costa del Estado, sistema tributario que a la larga se hizo insostenible, sobre todo cuando muchos "infieles" abrazaron el Corán para evitar cargas fiscales.

Mientras el califato abasí prosperaba en la zona oriental del imperio islámico, Abderramán II comenzó a organizar el gobierno de Al-Andalus. Su reinado favoreció la formación de una sociedad más refinada que la de sus predecesores, aunque también utilizó las armas para hacer frente a la penetración de normandos en el territorio en el año 844.

El nuevo soberano supo dotar a sus territorios de una eficaz organización administrativa y creó los monopolios estatales de acuñación de moneda y fabricación de telas preciosas. Falleció en el año 852, no sin antes haber frenado el poder que los aristócratas árabes habían adquirido en Al-Andalus. En el año 912, Abderramán III llegó al poder como emir y murió como califa. Ocho años después de conseguir el mandato logró liberarse de la presión que en el Norte ejercían los leoneses, castellanos, navarros, aragoneses y catalanes, abatiendo algunas de sus principales plazas defensivas. Después de aquella victoria, en el año 929 adoptó los títulos de califa y príncipe de los creyentes, lo que implicó la restauración de la antigua dinastía Omeya en la Península y su independencia de Bagdad.

La decisión del nuevo califa de Córdoba coincidió en el tiempo con la presión de los fatimíes en el norte de África, que crearon en Túnez otro califato independiente de Bagdad. Reforzado en su nuevo cargo, Abderramán III y su sucesor, Al-Hakam, redujeron el poder de la aristocracia árabe en Al-Andalus, y gracias a su apoyo a las artes y al impulso económico hicieron posible la edad de oro del califato de Córdoba.

Pero aquella etapa de prosperidad inició su declive con la muerte de Al-Hakam. Su sucesor, Hisham II, de sólo once años de edad, reinó bajo la regencia de al-Mushafi y su amigo el general Abu Amir Muhammad, más conocido como Almanzor. La frenética actividad militar de éste, que inicio en 981, se plasmó en más de cincuenta y siete expediciones contra los cristianos. En una de ellas, Almanzor devastó Santiago de Compostela, que recibía ya peregrinos de toda Europa. Aquel inusitado esfuerzo bélico incrementó los presupuestos y cada victoria de Almanzor hundía más y más a la ya frágil economía de Al-Andalus. A la muerte del militar, sus sucesores fueron incapaces de evitar la desmembración del califato de Córdoba en una constelación de reinos de taifas. Pese a todo, los gobernantes de aquellos reinos mantuvieron un cierto florecimiento cultural, así como el estilo de vida anterior, alejados del dogmatismo religioso.

Fue entonces cuando aparecieron en escena los almorávides, provenientes de los confines del Sahara y de Sudán. Bajo el mando de Yusuf ibn Tasfin, los austeros y fanáticos almorávides desembarcaron en Algeciras y se lanzaron al Norte, pero su fuerza inicial flaqueó cuando conocieron los placeres de la vida refinada en Al-Andalus. Su derrumbe final se produjo en 1145, tras la toma de Zaragoza por Alfonso I el Batallador. Sus sucesores fueron los almohades, también procedentes de Marruecos.

Mientras tanto, en el 868, Ahmed ibn Tulun había conquistado Egipto bajo el estandarte del califato abasí, pero su desbocada ambición lo condujo a proclamar la independencia del territorio egipcio. Finalmente, el control del país pasó a los fatimíes, un grupo de tribus chiíes norteafricanas. No tardaron en establecer buenas relaciones con cristianos, judíos y musulmanes suníes, lo que permitió durante cierto tiempo la buena gobernación del país. A ellos se debe la fundación de Al-Qahira (El Cairo) y la creación de la famosa universidad religiosa de Al-Azhar. Pero todo cambió con la llegada al poder del califa Al-Hakim (996-1021), cuya radicalidad se plasmó en una durísima política de persecución contra todos los que no profesaban el chiísmo. Cuando los cruzados atacaron Egipto (1168), los fatimíes pidieron ayuda a los gobernantes selyúcidas. Los turcos enviaron al kurdo Shirju y a su sobrino Saladino, quien asumió la administración del país, que luego pasó a sus parientes cuando él partió para combatir a los cruzados.

Tras su espectacular campaña, Saladino falleció en 1193 y, doce años después, se produjeron importantes acontecimientos en Asia central. En el año 1215, el jefe mongol Genghis Kan unificó las tribus de las estepas y creó un gran imperio. Uno de sus sucesores, llamado Mongka, organizó dos ejércitos al mando de sus hermanos: Kublai Khan invadió China y Hulagu lideró las tropas que aniquilaron el califato abasí de Bagdad.

Siglos antes de que se produjera la invasión mongola de Kublai Khan, la provincia de Xianjiang —la más grande de China- había recibido las influencias islámicas de los países que la circundaban: las actuales Mongolia, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Pakistán y Afganistán. De ahí que los independentistas musulmanes uigures -que recientemente se han levantado contra Pekín- prefieran hoy denominar su región con nombres de reminiscencias históricas, tales como Turquestán chino o Uiguristán.

Kublai Khan, que ya profesaba la fe islámica, se proclamó emperador de la dinastía china Yuan, por lo que se gestó un enorme imperio que se extendía desde el mar de China Oriental, cruzando toda Asia, hasta Polonia, Hungría y Bohemia. Durante la ocupación mongola, los cargos oficiales fueron desempeñados por musulmanes del centro y oeste de Asia, lo que a la larga provocaría el estallido de la guerra civil y la llegada al poder en el año 1368 del general Zhu Yuan-zhang, que logró echar a los mongoles de China.

Al mismo tiempo que Kublai Khan invadía China, su hermano Hulagu dirigió sus ejércitos hacia los territorios selyúcidas del sultanato turco de Rüm, derrotándolo en la batalla de Kose Dag (1243). Aniquilados los selyúcidas, Hulagu encaminó a sus tropas hacia Bagdad, derrocando a la dinastía Abasí. Además de provocar la destrucción de la capital del califato (1258) y una gran devastación en la parte oriental del imperio, la victoria de los mongoles hizo que el islam se replegara sobre sí mismo. Por primera vez, los seguidores del Profeta sintieron que su propia supervivencia estaba amenazada. Aunque la caída abasí hizo desaparecer la cultura clásica musulmana, décadas después el islam volvió a cobrar pujanza, lo que facilitó un renacimiento cultural en el que brillaron personajes de gran relieve. Entre ellos, el místico Rumi, el jurista Iban Taymiyya, el historiador Ibn Khaldun, el viajero Ibn Batuta o el ingeniero y arquitecto Sinan. El ataque mongol a Bagdad sí tuvo una consecuencia inmediata. Una parte importante del arte y la ciencia del imperio Oriental emigró hacia el fértil territorio de la zona occidental, donde reinaban los almohades, cuya rigidez doctrinal y su ferocidad guerrera no fueron obstáculo para que se produjera la reactivación cultural de Al-Andalus.

Los nuevos señores de Córdoba lanzaron la yihad o guerra santa contra los reinos cristianos, pero lo hicieron en respuesta a la cruzada de reconquista que éstos habían puesto en marcha con anterioridad contra los que ellos consideraban "musulmanes infieles". El campo de batalla donde ambos bandos se enfrentaron fue una amplia zona entre el Tajo y el Guadiana que cambió de manos en numerosas ocasiones. La dificultad de defender aquella frontera estratégica obligó a los reyes cristianos a crear las órdenes militares Calatrava, Santiago y Montesa. Ante aquella provocación, los almohades pusieron en marcha su maquinaria bélica. En 1195, el califa Abu Yusuf Yacub (1184 -1199) organizó una yihad que culminó en una gran batalla en las llanuras de Alarcos, donde los cristianos sufrieron una severa derrota. Diecisiete años después, los ejércitos de Castilla, Navarra y Aragón tomaron revancha, barriendo al ejército almohade en la batalla de las Navas de Tolosa (1212). Dispuestos a solucionar la crisis que padecía Al-Andalus, los almohades iniciaron contactos comerciales con los genoveses, lo que abrió las puertas al desarrollo durante unas décadas.

Sin embargo, la grave derrota en las Navas de Tolosa y las luchas internas contra otros líderes andalusíes provocaron su caída. Así, los grupos rebeldes que propiciaron el final del reinado almohade negociaron con el monarca cristiano Fernando III los términos de vasallaje que les permitieran continuar en sus ciudades y territorios. Y, entre aquellos acuerdos, destaca el Pacto de Jaén de 1246, que fue el acta de nacimiento del emirato granadino.

Fuente: 
Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 54 – 59.

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