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El cuento de nunca acabar




Había una vez un rey a quien le encantaba oír cuentos. Apenas se terminaba uno cuando ya quería que otro cuento empezara, y no había narrador que aguantara ese maratón. El rey era caprichoso como un niño malcriado, y a tanto llegó su deseo de escuchar cuentos, que no se tentó el corazón y ofreció la mano de su hija al hombre que fuera capaz de contarle un cuento que no terminara nunca. “Cuando yo muera – decía -, él heredará mi reino, pero si no puede continuar el cuento indefinidamente, le cortaré la cabeza”.


Muchos jóvenes y viejos intentaron ganarse la mano e la princesa, y por supuesto el reino también, pero todos fracasaron, y el rey mandó que les cortaran la cabeza con una hachita muy filosa que mandó hacer expresamente.

Por esa razón los que pretendían contentar al rey estaban muy asustados, y ya no aparecían por el palacio tantos hombres como al principio. Pero como nunca falta un arriesgado, una mañana, tempranito, llegó un joven bien parecido y bien dispuesto a heredar el reino… y la mano de la princesa, naturalmente. Muchos amigos y parientes le habían advertido el peligro si fracasaba, pero este joven bien parecido, no se dejó impresionar. Tenía tanta seguridad en sí mismo, que ni el recuerdo de la hachita filosa lo hizo desistir.

Le hicieron pasar inmediatamente a la presencia del rey. El soberano estaba tan hambriento de cuentos que le rogó que empezara en ese instante. Para escuchar mejor, el rey se bajó del trono, tomó un cojín grande y se acomodó en él lo mejor que pudo, como gallina en nido nuevo; cruzó las piernas y se detuvo el mentón con una mano. Cuando el joven vio que el rey estaba en posición y actitud de escuchar, empezó así:

-          Has de saber, ¡Oh Rey! (No se sabe por qué razón todos comenzaban así) que había una vez un tirano que ansiaba llegar a tener las mayores riquezas.

Todo lo que la región producía le parecía poco para él. Era un tirano ambicioso como todos los tiranos, ambicioso y previsor, porque mandó a sus esclavos, que eran miles, construir un granero enorme, tan grande, que pasaron años y no podían terminarlo. Cuando por fin quedó terminado, el granero era alto como una altísima montaña, y desde lejos podía verse con unas nubecitas en la cima. Parecía un volcán. Entonces el tirano comenzó a llenarlo de trigo. Hileras interminables de esclavos llevaban en sus espaldas sacos y más sacos llenos de trigo, y lo vaciaban en aquel granero gigantesco. Muchos años tardaron en llenarlo, pero lo llenaron al fin. Y como si hubieran estado esperando sólo eso, las langostas cayeron sobre aquel reino, destruyéndolo todo. Cuando la plaga había acabado con la última briznita verde, atacaron el granero del rey. El granero estaba muy bien construido, pero como a la mejor cocinera se le quema la sopa, los albañiles se habían descuidado y habían dejado un agujerito en una pared del granero. Era un agujero tan, pero tan chiquito, que sólo una langosta esbelta podría pasar por él. Una de ellas penetró, pues, por el agujerito y salió llevándose un grano de trigo; entró otra y salió con un grano de trigo: entró una tercera y se llevó otro grano de trigo…

Llevaba el narrador cinco horas haciendo que las langostas penetraran una a una al interior del granero, cuando el rey lo interrumpió para decirle:

-          Quiero saber lo que pasó cuando las langostas acabaron de sacar todo el trigo.
-          Debe su majestad perdonarme – replicó el joven cortésmente – pero todavía no ha llegado ese momento, y no puedo contar la segunda parte del cuento hasta no haber terminado la primera, y apenas voy empezando… Y entró otra langosta más y se llevó otro grano de trigo, y luego otras más y… Hasta allí pudo escuchar el rey, porque comenzó a cabecear, luego a roncar y después a soñar con las langostas. A veces medio se despertaba para preguntar: “¿Todavía se están llevando el grano?”, pero al oír al narrador que seguía repitiendo: “y entonces otra langosta se llevó otro grano de trigo”, volvía a dormirse para volver a soñar con esbeltas langostas entrando y saliendo del granero.

Así pasaron seis largos meses y todavía no acaban de sacar todo el trigo; entonces el rey comprendió claramente que no podría resistir más, y preguntó entre bostezo y bostezo:

-          ¿Durará tu cuento mucho tiempo todavía?
-          ¡Oh, Rey! (así decían, no sé por qué razón, todos los narradores de entonces), no puedo saber cuánto tardaré, porque las langostas ha sacado apenas unos puñados de trigo, pero el granero todavía está lleno. Con el tiempo seguramente acabarán de vaciarlo. Tenga el rey paciencia… “Y entonces otra langosta entró…”

El rey, por supuesto, caía en letargos que duraban horas para oír el cuento de nunca acabar. En cierto momento se llegó a preguntar si viviría bastantes años para poder oír el final del cuento. Este pensamiento lo ponía triste, triste, y lo hacía lanzar profundos suspiros que se oían hasta las cuadras, donde los caballeros despertaban asustados cada vez que suspiraba el rey.

Transcurrieron semanas, meses, pasó un año, y el narrador seguía con el mismo sonsonete de las langostas, hasta que una tarde, después de una siesta más prolongada que las acostumbradas, el rey, colmada su paciencia, interrumpió al joven bien parecido para decirle:

-          Amigo, has mantenido tu promesa, pues voy viendo que tu cuento no se acabará nunca. No me interesa saber lo que hizo la langosta a quien le toca entrar ahora en el granero; puedes, por lo tanto, quedarte con mi hija y mi reino, con tal que me dejes en paz y que no vuelvas a proferir una sola palabra referente a las langostas y a los granos de trigo.

Y así quedó interrumpido el cuento de nunca acabar.

Cuento Popular (Versión de Armida de la Vara).


Fuente: SEP. Español. Quinto Grado. Lecturas (1972).

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