Nace el Islam

En su primera fase de apogeo, el islamismo se extendió con rapidez y conquistó amplios territorios en Persia, Irán, Siria y el norte de África. Las nuevas riquezas que afluían y la lucha por el poder originaron grandes tensiones que desembocaron en el enfrentamiento entre chiíes y suníes.

Cuando falleció Mahoma (632), Abu Bakr, llamado as-Siddiq (el muy sincero), fue aclamado jefe de los creyentes y se le adjudicó el nombre de califa (sucesor), título que más tarde cobró el sentido de jefe del islam. En su juventud se había dedicado al comercio y fue uno de los primeros habitantes de La Meca en seguir a Mahoma. La tradición lo retrata como un hombre de entendimiento ágil, que abandonó cuanto poseía para seguir al mensajero de Alá y ofrecer su vida por él. Era un varón severo y consciente de la poca importancia de las cosas. Decían que el recuerdo del dios musulmán lo hacía llorar. Tras acompañarlo en la Hégira, Abu Bakr emparentó con Mahoma, quien se casó con su hija Aisha. Tiempo después, el Profeta cayó enfermo y designó a Abu Bakr para que dirigiera la oración en su lugar, lo que se interpretó como el deseo de Mahoma de nombrarlo sucesor. Su primer año al frente del califato lo dedicó a reprimir las revueltas de algunas tribus disidentes. Entre ellas destacó la de Museilima, quien se puso al frente de un ejército que fue derrotado por las fuerzas del califa en la batalla de Akraba. A los problemas posteriores se añadió la aparición de nuevos profetas, como Toleiha, quien aseguraba que él también recibía instrucciones del arcángel Gabriel.

Con la idea de resolver las tensiones internas, Abu Bakr lanzó sus ejércitos contra Caldea, en manos del Imperio Sasánida (Persia), y contra Siria, controlado por el Imperio Bizantino. La audacia de los árabes debió parecer una auténtica locura a muchos observadores de la época. ¿Cómo se atrevía a desafiar aquel puñado de desaliñados a dos imperios tan poderosos? Sin embargo, la osadía de Abu Bakr tuvo su recompensa. Además de sofocar las revueltas domésticas, el primer califa logró poner en pie un ejército bien pertrechado, que proporcionó al islam algunos territorios para su incipiente imperio.

A la muerte de Abu Bakr, las riendas del gobierno pasaron a manos de Omar (634-644), un fiel seguidor de Mahoma que metió en cintura a las pocas tribus todavía desafectas a la umma. En su primer sermón en la mezquita de Medina, el nuevo califa afirmó que los árabes eran como un camello turbulento al que había que saber gobernar. "Por el Dios de la Kaaba, yo les juro que los llevaré por donde tienen que ir", bramó Omar. Se le considera el auténtico creador del Estado islámico. Su gran capacidad política y su determinación fueron decisivas para lograr la cohesión de las tribus de la península Arábiga. Con el objetivo de aumentar las fronteras, Omar organizó un poderoso ejército que le permitiera iniciar nuevas campañas militares.

En la batalla de Yarmuk contra los bizantinos (636), Omar obtuvo más territorios en Siria y, en la de Qadisiya, derrotó al Imperio Persa. No contento con las nuevas adquisiciones, en el año 642 conquistó Alejandría y, poco después, Jerusalén. Al entrar en la Ciudad Santa, el patriarca cristiano cometió la indiscreción de invitarlo a rezar en la iglesia del Santo Sepulcro, atención de la que salió airoso Omar, un rudo guerrero que se había atrevido a insultar a sus propios hombres. Tomando del brazo al patriarca, le susurró al oído que si rezaba en aquel lugar santo sus tropas vendrían tras él a rezar también, y eso produciría disturbios en la ciudad.

En Belén, una localidad menos expuesta a ojos indiscretos, Omar sí accedió a entrar en la iglesia de la Natividad para orar a Alá. Finalizado el acto religioso, el califa le dio al patriarca de Jerusalén un edicto en el cual ordenaba que los mahometanos sólo podrían entrar a la iglesia de uno en uno, reconociendo la prioridad de los cristianos para acercarse al lugar donde nació Jesús.

De hecho, el islam reservó a las otras creencias monoteístas (judíos y cristianos) un estatuto de protección (dhimma) que los autorizaba a mantener su propio credo, aunque limitaba sus rituales públicos, sometiéndolos al poder político de los musulmanes. Sin embargo, aquella benevolencia no estaba reñida con un profundo sentimiento de orgullo nacional y religioso. Sobre la roca donde decían que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo, fue construida una mezquita que lleva todavía el nombre de Omar.

En el 644, Ornar fue asesinado por un esclavo persa que había enloquecido de tanto añorar su patria. Su sucesor fue Uzman, miembro de la familia Omeya, poderoso clan de comerciantes de La Meca que se había enfrentado a Mahoma. El nuevo califa había demostrado años antes la sinceridad de su fe luchando contra su propio clan en defensa del Profeta. De acuerdo con la tradición, fue el primer habitante de La Meca en convertirse al islam tras Mahoma y sus familiares directos.

Su mandato fue muy controvertido. Al llegar al poder, Uzman empezó a favorecer los intereses de sus familiares del clan Omeya, lo que encolerizó a los veteranos de las colonias militares, que lo acusaron de debilidad y corrupción. También encontró una fuerte oposición por parte de los antiguos compañeros de Mahoma. Pese a todo, logró conquistas territoriales en el norte de África, Asia Menor e Irán, y ordenó la fijación de un texto canónico del Corán, que sustituyó a las diversas versiones fragmentarias que existían hasta ese momento. En el año 656, un grupo de amotinados penetró en su casa y lo asesinó cuando ya rebasaba los ochenta y dos años.

Los ciudadanos de Medina proclamaron como nuevo califa a Alí, quien al ser marido de Fátima (hija de Mahoma) gozaba de gran prestigio. Sin embargo, su autoridad fue contestada por el omeya Muawiya, que acusó a Alí de ser el instigador del asesinato de Uzman. Aquel ataque frontal obligó al yerno de Mahoma a combatir al omeya en su propio territorio (Siria), así se desencadenó la primera y más cruenta guerra civil del islam. En pleno enfrentamiento bélico, Muawiya y Alí fueron atacados casi al mismo tiempo por extremistas de la secta jariyita, cuya fe propugnaba un islam gobernado por Dios y manejado por un grupo elegido de creyentes puros, entre los cuales no estaban los líderes de la lucha fratricida que ensangrentaba a Arabia.

Muawiya sobrevivió a las heridas, pero Alí murió días después. Los asesinos confesaron que se habían juramentado en la Kaaba, el edificio que alberga a la sagrada Piedra Negra -un aerolito que los devotos besaban con veneración-, para acabar con los jefes de los dos bandos enzarzados en la guerra civil; estaban convencidos de que era la única solución para mantener unido el islam.

Fátima -la hija de Mahoma y mujer de Alí- murió joven, dejando huérfanos de madre a sus dos hijos, Hassan y Husayn. A la muerte de Alí, sus seguidores, llamados alíes (años más tarde 'chiíes), nombraron imán a su hijo Hassan en la ciudad de Kufa. Tras unas escaramuzas con los ejércitos omeya, el nieto del Profeta decidió evitar otra guerra civil, abdicando a favor de Muawiya, que pasó entonces a ser el primer califa de la dinastía Omeya (661-750).

Hassan se retiró a Medina, donde murió envenenado por una esclava. Su numerosa prole conformó la aristocracia del islam, cuyo signo distintivo era el uso de un turbante verde.

En el año 680 falleció Muawiya en Damasco, lo que abrió de nuevo el problema de la sucesión. Muerto Hassan, el liderazgo de los alíes pasó a Husayn, hijo menor de Alí y Fátima, y también nieto del Profeta. Sin embargo los omeya no estaban dispuestos a perder el poder que ya disfrutaban, y reaccionaron con agilidad contra los alíes. De hecho, antes de morir, Muawiya intentó imponer el sistema hereditario proclamando como sucesor a su hijo Yazid, quien al final sería nuevo califa en Damasco.

La medida fue rechazada en buena parte del imperio. Los alíes convencieron a Husayn de acudir a Kufa para encabezar la rebelión contra Yazid. Alertado por sus hombres, el califa omeya organizó un ejército de tres mil integrantes que partieron a la captura de Husayn, quien viajaba con su familia e iba escoltado únicamente por 70 guerreros. En los alrededores de la localidad de Kerbala (en la actual Irak) se entabló una batalla desigual que finalizó con la muerte y tortura de Husayn y sus hombres.

Sólo se perdonó la vida a su hijo menor, Alí Zayn al-Abidin, y a las mujeres de la caravana, que fueron conducidas a Damasco para ser vendidas como esclavas. El cuerpo de Husayn recibió sepultura en Kerbala y su cabeza fue entregada al nuevo califa.

Aquel atroz asesinato constituyó otro de los factores que provocaron la segregación del islam en dos ramas diferentes: suníes y chiíes. Desde entonces, los chiíes conmemoran cada año el martirio de Husayn en una festividad llamada Ashura, en la que los penitentes muestran su dolor con rituales de autoflagelación y sangre. Sobre el lugar donde, según la tradición, fue enterrado el hijo mártir de Alí se levanta hoy la tumba del imán Husayn, uno de los principales santuarios de los chiíes.

Casi desde la creación del islam, sus pensadores trataron de dar sentido a los grandes secretos de la vida. Alentados por su propia curiosidad, los califas ordenaron traducir los tratados clásicos griegos para que los intelectuales árabes los armonizasen con el Corán. La tradición atribuye a Mahoma las siguientes palabras: "Al que busca conocimiento, Dios le muestra el camino del Paraíso. La tinta del sabio es más santa que la de los mártires".

A los musulmanes también les preocupaba el problema del más allá y la salvación. En el Corán, Mahoma dejó escrito que "esta vida es un sueño, despertamos cuando morimos". El islam se hizo eco de la controversia de la predestinación y del libre albedrío que había planteado dos siglos antes San Agustín. ¿Era Dios el que salvaba a los mortales o eran éstos los que, por la piedad y la caridad, alcanzaban la salvación? Otra controversia giró en torno al Corán: ¿Era eterno? ¿Estaba, palabra por palabra, en la mente de Dios desde los orígenes de todo? Estas cuestiones también dieron pie a divisiones dentro del islam.

En asuntos de normas de conducta y salvación, los Omeya eran completamente fatalistas. Creían en la predestinación de los acontecimientos y no mostraron gran interés en dilucidar cuál era la materia de Dios. En realidad, lo único que les apasionaba era el poder y la poesía. El terrible crimen que cometieron, al ordenar el asesinato del hijo de Alí en Kerbala, no los hacía muy populares entre la gente del pueblo. Sin embargo, la dinastía Omeya logró mantenerse en el poder durante casi un siglo.

Los abasíes trataron de socavar los cimientos del califato Omeya haciendo gala de su parentesco con Fátima y alardeando de su ideología contraria a la predestinación. Los abasíes buscaron también el apoyo de algunos dirigentes descontentos de los territorios conquistados, que se fueron islamizando progresivamente pero que apenas toleraban el gobierno dictatorial de la dinastía Omeya.

Finalmente, los abasíes llegaron al poder en el año 750, siendo nombrado califa Abu-l-Abbas, el primero de la dinastía abasí. Su hermano al-Mansur fundó en la ribera del río Tigris la ciudad de Bagdad, que a partir de entonces fue la nueva capital del islam, desbancando a Damasco de ese lugar privilegiado. Pero la liquidación de la dinastía Omeya dio origen a la primera escisión territorial importante surgida en los dominios musulmanes: uno de los miembros del clan perdedor, Abd al-Rahman (Abderramán I), escapó con vida de las terribles depuraciones y llegó a la Península Ibérica. Allí creó el emirato omeya de Córdoba, que más tarde se independizó de Bagdad, convirtiéndose en califato.

La expansión del islam por el norte de África requirió más de un siglo de luchas que culminaron con el gobernador Musa ibn Nusayr (698-714), quien logró la pacificación e islamización del Magreb confiando el control de Tánger a Tariq, un líder autóctono. La noche del 27 de abril del 711, Tariq cruzó el Estrecho con siete mil hombres y desembarcó en Gibraltar. Poco después, los árabes derrotaron al ejército del rey Rodrigo y se adentraron por las antiguas vías romanas hacia el centro de la Península, lo que derrumbó la defensa del Estado visigodo.

Las luchas internas entre bereberes y árabes hicieron que Al-Andalus fuera gobernada por más de veinte emires en cuarenta años. La situación cambió con la llegada del omeya Abd al-Rahman a la Península, quien enarboló la bandera blanca de los Omeya (la negra era la de los abasíes) y construyó un Estado independiente con capital en Córdoba.

Mientras tanto, en el Magreb se sucedieron años convulsos en los que los pequeños reinos luchaban entre sí hasta que hicieron acto de presencia los chiíes que habían escapado de Bagdad. Su presencia en el norte de África propició el ascenso de los idrisíes y, posteriormente, el de los dogmáticos fatimíes, fervientes seguidores de la secta islámica chií que llegaría a controlar Egipto años después.

Fuente: 
Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 48 – 53.

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