Isabel I




(1533-1603).

De princesa a bastarda y a princesa otra vez, todo antes de cumplir los diez años. La vida de Isabel Tudor fue convulsa desde sus inicios. El feroz entorno político de Inglaterra a la muerte de Enrique VII la apartó y la acercó caprichosamente al trono. Su destino continuaría siendo incierto tras su coronación, con el desafío de poderosos enemigos en casa y fuera de ella. Isabel I luchó con todas las armas, incluida la de su propia imagen.

Tras los efímeros mandatos de sus hermanastros, accedió al gobierno de un país en el que el catolicismo dominaba en todas partes excepto en las grandes ciudades, en el sudeste y este del país. Por ello, entre otras medidas, restauró la Supremacía Real y el Estatuto de la Uniformidad y reintrodujo el Common Prayer Book, Libro de las Oraciones de Cranmer, el obispo protestante que había casado a sus padres.

En 1563 Isabel I impuso un nuevo Estatuto de Uniformidad que equiparaba a traición negarse a realizar el Juramento de Supremacía. El intento de invasión de Irlanda sufragada por El Vaticano, la excomunión de Isabel I en 1570 y la llegada desde Francia de numerosos sacerdotes católicos parecían amenazar a la Iglesia Anglicana, pero el endurecimiento de los castigos por traición, la longevidad de Isabel y un creciente sentimiento anticatólico entre la población anularon la fuerza católica en Inglaterra. Cuando Isabel murió, el país estaba más unido en su fe y su patriotismo que en todo el siglo anterior.

Huérfana de madre con apenas tres años de edad, Isabel quedó relegada al olvido dinástico y sometida a los vaivenes del Monarca y sus madrastras. Aunque al nacer se la consideró primogénita, más tarde fue declarada ilegítima y perdió su título de princesa. No sería hasta la aparición en escena de la última de las esposa de Enrique, la benévola Catalina Parr, que las dos hijas del Rey, María e Isabel, se reconciliaran con su padre y recuperar sus derecho en la línea sucesoria. Siguiendo, naturalmente, un estricto orden de género y nacimiento: primero Eduardo, el hijo de su tercera esposa, luego María, hija de la primera; y por último, Isabel, hija de aquella que terminó en el cadalso (Anna Bolena).

La excelente relación entre madrastra e hijastra fue crucial para Isabel. Gracias a Catalina pudo disfrutar de una educación reservada habitualmente a herederos para varones. La Parr se encargó también de que se instalase en Greenwich con la familia real y de que recibiera todo tipo de atenciones.

Sin embargo, tras la muerte de Enrique, y ya con un jovencísimo Eduardo VI en el trono, la reina viuda se casó con Tomás Seymour, hermano de la difunta reina Juana. Ése fue el principio del desencuentro. Seymour sedujo a la joven Isabel y esta cometió el primer, y casi único, desliz de su vida: se enamoró de él. Al encontrar a su hijastra en los brazos de su esposo, el desengaño de Catalina fue enorme. Estaba embarazada, y al poco del parte murieron ella y el bebé. La comidilla se convirtió entonces en escándalo. El Consejo Real de Eduardo VI acusó a Seymour de conspirar “para casarse con la Princesa, puesto que, como hermana de Su Majestad, tenía posibilidades de sucederle en el trono”.

Él fue ejecutado. Ella, recluida en su residencia. Se sentía profundamente triste, tanto por la muerte de su madrastra como por la de Seymour, por lo que fueron para Isabel momentos difíciles. En la ejecución de su amado, que la atormentó durante mucho tiempo, algunos biógrafos han creído ver la raíz de su aversión al matrimonio. De todos modos, su diplomacia y su carácter avispado la ayudaron a salir indemne del episodio. Gracias a su dominio de la oratoria pudo convencer a la corte de su inocencia y recuperar su honor.

Poco después, la muerte de Eduardo VI, que murió con 16 años tras cinco años de reinado, consagró a María Tudor en el trono. La hija de Catalina de Aragón tenía convicciones prohispánicas y católicas. Contra la opinión pública, se casó con el príncipe Felipe (el futuro Felipe II de España), rompió con la política de su progenitor e intentó imponer sin éxito el catolicismo romano. Sus firmes convicciones religiosas y la fiereza con que las defendía la enfrentaron a algunos sectores que conspiraron para retirarla del trono. Los intentos de rebelión fueron sofocados, pero la Reina, recelosa y desconfiada, intentó excluir a Isabel de la línea sucesoria como medida de precaución. Isabel se había hecho pasar por católica para ganarse su confianza, pero María la acusó de deslealtad y la mandó recluir en la Torre de Londres. La intercesión de Felipe, quien contemplaba a la Princesa como posible candidata al matrimonio en caso de que su esposa muriera sin descendencia, puso fin al cautiverio.

La muerte sorprendió a María la madrugada del 17 de Noviembre de 1558. A primera hora de la mañana Isabel subía al trono. Tenía 25 años.

Convertida en Reina, Isabel continuó la política de su padre y, al contrario que su hermanastra, estableció que la Iglesia Anglicana estuviera a su servicio. Con la ayuda de su Secretario de Estado William Cecil, y sirviéndose de su cautela, lo hizo con discreción, pero sólo al principio. Pronto llegarían la excomunión papal y el enfrentamiento abierto con su cuñado Felipe II, uno de los muchos pretendientes a los que rechazó. Isabel estaba convencida de que casarse con un extranjero implicaría al país en una guerra, pero también lo estaba de que hacerlo con un inglés crearía facciones internas.

Resuelta a no casarse, Isabel rehusó a los candidatos pese a las súplicas de la Cámara de los Comunes, que desde los primeros meses pedía a su reina que asegurase el incierto porvenir de la dinastía, falta de herederos ingleses. Con la elocuencia que la caracterizó, se mostró rotunda: “Para daros satisfacción, os notifico que me he unido ya a un esposo: el reino de Inglaterra. Contemplad en mi dedo el anillo de coronación, símbolo de mi vínculo personal y de mis desposorios con la Corona. No me reprochéis mi falta de hijos, pues todos y cada uno de vosotros, los ingleses, lo sois, y a menos que Dios me prive de vosotros, no podré sin calumnia ser declarada estéril”.

Aquellas palabras acallaron las demandas, pero cuando en 1562 la Reina enfermó de varicela los Comunes volvieron a insistir. Isabel resolvió la afrenta con un “no se hable de más”. Y disolvió la Cámara durante cuatro años.

El Parlamento estaba preocupado porque, ante la falta de descendencia, la heredera al trono no era una inglesa, sino una escocesa y además católica: María Estuardo. La prima de Isabel, reina de Escocia, se vio obligada a abdicar y a refugiarse en Inglaterra. Su llegada a suelo inglés alteró más los ánimos protestantes. Según Winston Churchill, “en Inglaterra María resultaba incluso más peligrosa que en Escocia, al convertirse en el centro de complots y conspiraciones contra la vida de Isabel. Su existencia hacía peligrar la supervivencia de la Inglaterra protestante.”

En torno a Isabel se tejieron conspiraciones constantemente, que el consejero real William Cecil fue desactivando gracias a un competente servicio de inteligencia. Con la llegada de la Estuardo a Inglaterra la protección de Su Majestad cobró mayor importancia. A partir de ese momento fue el ministro Francis Walsingham quien tomó las riendas. Creó una tupida red de espías que suministraba información tanto de los círculos católicos ingleses como de países europeos, entre los que destacaba España, el peor enemigo del anglicanismo y de Isabel I. Para su misión, Walsingham reclutó a estudiantes de Oxford y Cambridge, a quienes formó en el desciframiento de los códigos usados por los conspiradores en su correspondencia.

Convencido de que María debía morir para acabar por todas con la amenaza católica, Walsingham interceptó las cartas que ésta enviaba al líder de una trama católica, Anthony Babington, desde el castillo en que permanecía recluida. El ministro no detuvo los correos hasta reunir pruebas suficientes para acusarla de conspiración. En 1587 el Parlamento solicitó la ejecución de la Estuardo. Isabel, que se había resistido a verter sangre real, firmó la sentencia, aunque se arrepintió en menos de veinticuatro horas. Demasiado tarde para María, que fue decapitada. Tres años después moría Walsingham, que dejó como legado a Inglaterra el servicio de espionaje más avanzado de la época.

La ejecución de María fue la excusa que la España católica, que apoyaba a los rebeldes irlandeses en su resistencia contra Inglaterra, necesitaba para declarar una guerra abierta, Pero en ello no sólo había motivos religiosos. Para Felipe II, Inglaterra también perjudicaba sus intereses económicos y políticos, tanto en el continente como en las colonias de ultramar.

Por su parte, y decidido a menoscabar el poder del Imperio Español con la ayuda de un potencial aliado en el continente, hacía años que Isabel había acercado su posición a Francia, enfrentada con España, y tendido su mano a los Países Bajos, donde ciertos sectores flamencos pretendían levantarse contra el gobierno de Felipe II. En la década anterior envió incluso una fuerza expedicionaria de más de seis mil soldados a cargo de Robert Dudley, conde de Leicester. Pero la ofensiva no se saldó con la victoria que ingleses y flamencos esperaban, con lo que poco después retiró su apoyo.

El poderío español era incomparable. La plata y el oro de las minas de México y Perú dotaban a los efectivos hispanos de una fuerza insuperable en el continente. Por ello, la Reina resolvió atacar la raíz del problema: reforzó y reorganizó la armada británica y envió expediciones extraoficiales contra las colonias españolas en América. Para la misión recurrió a John Hawkins, hijo de un mercader, que tenía experiencia en el comercio con las posesiones portuguesas de Brasil y en la trata de esclavos entre África y América. Nombrado por la Reina tesorero y veedor de la Armada, Hawkins se hizo acompañar por un discípulo muy singular, un aventurero llamado Francis Drake, que se acabaría convirtiendo en la peor pesadilla de las naves y los puertos españoles. De profesión pirata, el “magistral ladrón del mundo desconocido”, como se le llamaba en España, saqueó en alta mar barcos cargados de riquezas y atentó impunemente contra los bienes españoles en las costas occidentales de Sudamérica. En 1587, con la intención de “chamuscarle la barba al rey de España”, se atrevió a atacar el puerto de Cádiz.

La reacción no se hizo esperar. Un año después, la Armada Española estaba lista para demostrar su hegemonía. Felipe II había reunido una flota de 130 naves. Transportaban 2,500 cañones y más de 30,000 hombres, dos tercios de los cuales eran soldados. Su objetivo era atravesar el Canal de la Mancha, invadir Inglaterra, destronar a Isabel e imponer una monarquía católica amiga. Al mando del dique de Medina – Sidonia, la Gran Armada partió de las costas de Galicia… para regresar apenas unos meses después diezmada, más que por los combates, por las tempestades. El fracaso español fue innegable. Tanto que la corte de Isabel I rebautizó irónicamente a la Armada como “La Invencible”. Los ingleses no eran tan numerosos y estaban menos preparados, pero apenas sufrieron bajas.

El golpe asestado al Imperio Español reforzó el prestigio internacional de Isabel. Inglaterra no sólo había resistido al imperio más poderoso del continente, sino que, a ojos del mundo, constituía una potencia de primer orden. Esto contribuyó a debilitar en el interior las muestras de disensión religiosa. La consolidación de la Iglesia Anglicana era ya incuestionable y los focos de sedición católica empezaron a ser cosa del pasado.

A medida que avanzaba el siglo, con una Isabel I ya envejecida por los años y los conflictos, las preocupaciones del país ya eran otras. La población inglesa había pasado de 3 a 4 millones, los precios de los productos de primera necesidad no dejaban de aumentar a causa de la devaluación de la moneda y las malas cosechas, y cada vez había más pobres que malvivían y se hacinaban en edificios insalubres.

Alertado por la situación, el gobierno de Isabel aprobó unos postulados muy progresistas para su época: las leyes de los Pobres, que promulgaba que su cuidado era una responsabilidad de la comunidad a la que todo ciudadano debía contribuir. Las parroquias se convirtieron en unidades de administración legal para los más necesitados y los jueces establecieron un impuesto especial a su favor. Asegurando unos mínimos de subsistencia para amplias capas de la sociedad, Isabel consiguió evitar que la pobreza fuera origen de disturbios. Es significativo que dos de las leyes siguieran vigentes hasta entrado el Siglo XIX.

A finales de su reinado, el balance del gobierno isabelino era espléndido. La Reina había consolidado la religión anglicana, había aplastado a los rebeldes en casa y a la Armada Invencible en el exterior, había sometido a los irlandeses y había llevado la estabilidad a un país que vivía en una época gloriosa, especialmente en el terreno cultural. Y todo ello sin necesidad de un marido. Un atributo por el que quería que su pueblo la recordase siempre: como la soberana que “reinó virgen y murió virgen”, y que sólo se entregó a su país, al que adoraba con fervor.

Su preocupación por proyectar esa imagen pública, a la que con los años se iría sumando una resistencia tenaz a envejecer, se convirtió en una verdadera obsesión. Tanto en la juventud como en la madurez, Isabel exageró su palidez de rostro original, se vistió con aparatosos y suntuosos vestidos que hacía acompañar de todas las parafernalias de una auténtica reina (los guantes como símbolo de elegancia, el amiño como símbolo de pureza, la corona y el cetro como íconos monárquicos) y alimentó de este modo su propio mito haciendo que poetas y pintores la ensalzasen como a una diosa. Con la vejez, cuando su belleza ya se había marchitado, exageró su postura. Llegó incluso a negarse que la pintaran “al natural”, a que se le retratara sin aprobación oficial o a que una dama de la corte pudiera hacerle sombra en belleza y elegancia. Su vanidad, su descaro verbal y su carácter caprichoso y receloso la salvaron de dejarse amedrentar, aunque no faltaron los que, a lo largo de su reinado, trataron de conseguir los favores y de influir a Su Majestad. Algunos, entre sábanas.

La supuesta virginidad de Isabel no significa que no tuviera amantes, aunque parece probado que murió virgen, quizá por un problema congénito o por la certeza de que no podía tener descendencia. En todo caso, aparte del Seymour de la adolescencia, fueron varios los hombres que accedieron al corazón y tal vez a la cama de la Reina. Entre ellos Robert Dudley, primer favorito, a quien convirtió en Conde de Leicester, el capitán de la guardia Sir Walter Raleigh; el Lord Canciller Christopher Hatton; o el conde de Essex, Robert Devereux, hijastro de Dudley, más conocido por ser el último favorito de Isabel y también su última amenaza.

Essex era ambicioso e inquietante. No satisfecho con haber sido proclamado virrey de Irlanda, sus ojos estaban puestos en el trono inglés. Pactó con los rebeldes irlandeses para destronar a la Reina a la que se refería como “la vieja momia Tudor”. Sin embargo, el complot acabó saldándose con su muerte en la Torre de Londres. Isabel, enamorada como estaba, se vio obligada a autorizar la sentencia.

Dos años después de la muerte de Essex, la Reina había perdido las ganas de vivir. Hacía semanas que permanecía en cama sin comer ni admitir asistencia médica. La madrugada del 24 de Marzo de 1603, con casi setenta años, Isabel Tudor se despidió del mundo no sin antes nombrar en susurros a su sucesor: Jacobo, el hijo de su prima María Estuardo, la misma a quien años antes había hecho ejecutar. Con ese último golpe de gracia, la Reina Virgen sellaba una época y el fin de la dinastía Tudor, que durante más de cien años había conseguido mantener la soberanía y sentar las bases para la construcción del Estado Moderno.

Más allá del enfrentamiento político – religioso, la relación personal entre Felipe II de España e Isabel I de Inglaterra ha hecho correr ríos de tinta, bañados a menudo en la especulación o la doble lectura. ¿Se odiaban? ¿Se amaban? No cabe duda de que la relación entre ambos monarcas se basó en muchas cosas, pero nunca en la indiferencia.

Pese a su supuesta virginidad, Isabel siempre contó con favoritos que le hicieron la corte y estuvo varias veces enamorada. Sin embargo, muchos autores apuntan que en su corazón hubo un único hombre, Felipe, a quien la Reina se refería como su “querido enemigo español”.

Cuando Isabel fue encerrada en la Torre de Londres, se dice que fue Felipe, esposo de la reina María Tudor, quien intercedió para que fuera liberada. La trataba con cortesía y cariño, y frustró varios de los intentos de su esposa de declararla hija ilegítima de Enrique VIII. En su comportamiento había motivos políticos, pero algunos defienden que también los había sentimentales.

Isabel agradeció su apoyo en más de una ocasión. Años después, en pleno enfrentamiento anglo – español, paradójicamente continuó manteniendo a Felipe en la nómina de la orden británica de caballería.


Cuando Isabel murió, sobre su mesita de noche seguía, en palabras de A. Strickland, “el bello retrato de su frustrado novio, Felipe II de España”.

Fuente: Historia y Vida.

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