(San Petersburgo, Rusia 1846 – Lausana, Suiza 1920).
Tomó las riendas del taller familiar en 1872. Diez años después sus creaciones eran la sensación de la Exposición Artística e Industrial celebrada en Moscú, y las puertas de los Romanov se abrían de par en par al estilo Fabergé.
El propio Peter Carl defendía su sello de esta forma: “Usted puede comprar un collar y a manufacturarlo y valorarlo en un millón y medio de rublos en Tiffany o Cartier… pero ellos son comerciantes, no artesanos. Yo tengo poco interés en una ´pieza de alto valor sólo por el enorme número de perlas y diamantes que contiene”. Para su clientela Fabergé era inventiva, sorpresa y, ante todo, técnica deslumbrante. Sólo los bolsillos más abultados y entrenados podían apreciar que una pieza de caro oro estuviera recubierta de barato esmalte. Eso sí, con un acabado espectacular y de un color exclusivo, inventado por el propio Fabergé.
Los huevos imperiales fueron la cima del estilo Fabergé. Alejandro III regaló el primero a su esposa María en la Pascua de 1885 y lo siguió haciendo hasta su muerte nueve años después. Su hijo, Nicolás II, heredó la tradición por duplicado: obsequió con una pieza tanto a su esposa Alexandra, como a su madre, María, hasta 1916. El quid de estos caprichos era que la cáscara, en la mayoría de los casos, ocultaba una sorpresa, generalmente ligada a la vida de la familia imperial: una reproducción del palacio Gatchina (el favorito de Alejandro III) o pinturas del refugio de Abastumani (lugar favorito de caza de los Romanov en el Cáucaso). Las sorpresas más celebradas hoy son las que involucran algún automatismo tras pulsar un botón, un pájaro cantar emerge de las ramas de un árbol o un cisne se desliza sobre una pulida superficie de piedra aguamarina. Todo en un tamaño minúsculo. Con la tecnología de la época, uno puede imaginarse horas y horas de piruetas con pinzas y lupas.
La colaboración entre Fabergé y los Romanov está considerada la cúspide del lujo o del derroche, según se mire. De los talleres de Peter Carl no sólo salieron huevos, sino pitilleras, jarras, bandejas o mangas de paraguas que convertían la vida doméstica de la familia imperial en una recreación de la leyenda del rey Midas. La fama del joyero recorrió medio mundo y su empresa, con 500 empleados, se convirtió en una de las mayores de Rusia. De hecho, el país estuvo representado por Fabergé en la Exposición Universal de París de 1900.
Los huevos imperiales no poseerían ni la mitad de la fama de que gozan hoy si el cuento de hadas no hubiera terminado en tragedia. Nicolás y su familia fueron fusilados en 1918 y sus bienes confiscados. Peter Carl Fabergé, la persona menos indicada para ocultar simpatías zaristas, escapó por los pelos y murió en Suiza en 1920. Sus talleres de San Petersburgo fueron clausurados.
Fuente: Historia y Vida #39.476
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