Erase una vez un país… no recuerdo bien su nombre, pero le llamaremos el “País de las Cien Palabras”. En ese país los hombres eran muy felices. Vivían en un pueblo ni grande ni pequeño, y todos se conocían. Si alguna vez se peleaban dos, los demás los separaban; si alguien se enfermaba, los vecinos lo cuidaban, le daban sus medicinas, barrían y sacudían; si uno tenía que salir de viaje, los amigos le ayudaban a acomodar las ropas en la maleta, lo despedían y cuando regresaba, iban a esperarlo para darle la bienvenida. En fin, todos se querían y se ayudaban.
Yo no podría decirles en este momento si la tierra era muy buena o muy mala; lo cierto es que, como era de todos y la trabajaban juntos, la cosecha la repartían entre todos, bien repartidita, y siempre les alcanzaba.
Además, tenían un comedor donde almorzaban juntos después de trabajar la tierra, y donde cenaban cada noche. La comida era de lo mejor, pues en la cocina trabajaban los mejores cocineros y cocineras del pueblo, y la comida nunca les quedaba cruda o quemada, sin sal o demasiado salada. Ya se imaginará cómo comían aquellos niños, y con qué apetito. Cada día parecía una Fiesta.
Los niños vivían… ¿Cómo creen que vivirían los niños?... pues juntos en unas casitas hechas a su medida. No como en las casas de los mayores, donde las mesas son demasiadas altas y los pies cuelgan al sentarse, donde no alcanzan las cosas del armario.
No; eran unas casitas hechas expresamente para los niños, con todas las cosas que a los niños les gusta juntar: botecitos y cajas, pedazos de madera, mecates, piedritas, pinceles y papeles de colores… ¡En fin!... eso lo saben mejor ustedes que yo.
Cada tarde, cuando los papás regresaban del trabajo, los niños iban a jugar con ellos sobre la hierba, delante de las casas. Allí jugaban a la pelota, elevaban papalotes, miraban libros…
Por la noche, mientras los niños dormían, los padres y los niños mayores se reunían para decidir lo que harían otro día: sembrar trigo, cortar naranjas sin golpearlas, plantar papas, vacunar a las gallinas, dar de comer a los puercos, ordeñar.
Cada año escogían al que mejor sabía cavar y pulir madera para carpintero; al que hacía las paredes más derechitas, para albañil; al que más pronto destapaba un caño, para plomero, y para maestros a los que sabían más cuentos. Por último, también escogían a un secretario para no dejar a los niños jugar y gritar frente a la casa de un enfermo; para hacer que en las reuniones hablara un niño después de otro y no todos a la vez; para que hubiera bastantes casas para todos, y cosas así.
¿Pero por qué se llamaba el “País de las Cien Palabras”? Pues porque sólo tenían cien palabras para decirse todo. Como comprenderán ustedes, no hablaban demasiado, porque las palabras no les alcanzaban. En un momento las decían todas, y se quedaban callados. Pero una vez un hombre se animó a inventar una. Esa palabra era su nombre. Una palabra muy extraña, pero como era bastante sencilla, la aprendieron primero los niños, y después todos la sabían. La palabra, es decir, el nombre, era “Poeta”, y así le llamaban a aquel hombre, aunque no sabían bien que quería decir. Lo cierto es que Poeta hacía canciones muy lindas, y cuando salía en el teatro tenía a todos con la boca abierta. Y sucedió que Poeta comenzó a inventar más y más palabras, hasta que… ¿Se imaginan lo que pasó?...
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