Hacía tiempo que se conocían, pero nunca había platicado; quizás por timidez o quizás porque desde que tenían memoria habían estado juntos.
Una tarde de verano, más alegre y luminosa que otras, el río sintió de pronto ganas de hablarle y, al pasar junto al ciruelo, le dijo:
- Aunque me ves todos los días, no sé si sabes quién soy. Yo soy el río. Vengo desde la montaña, en donde nací como un hilito y después fui creciendo poco a poco con la ayuda de mis hermanos, otros arroyitos de plata. Mi vida es bastante agitada pues no paro de andar y, mientras camino, voy regando los campos y los trigales, las milpas y las huertas. También doy agua a los pueblos y las ciudades que encuentro a mi paso. Sólo descanso al final de mi carrera, cuando desemboco en el mar. Y eso por poco tiempo, pues mi madre, la fuente de la montaña, no quiere holgazanes: luego me alienta de nuevo para que vuelva a recorrer mi cauce cumpliendo con mi labor.
- Me lo imaginaba – respondió el ciruelo -. ¡Y no te quejes! Quizás eres más feliz que yo, que no recuerdo ni cuándo ni cómo nací. Sospecho que algún chiquillo goloso al pasar por aquí dejó caer en la tierra húmeda de tus orillas el hueso de la ciruela que se había comido; pero no puedo asegurarlo. Lo peor es que debo estarme siempre quieto, y para colmo, medio adormecido durante el invierno. Por suerte, cuando en febrero el sol empieza a entibiar el aire, comienzo a sentir un dulce cosquilleo en todo mi cuerpo. Ya lo conozco y sé que pronto renacerán las flores en mis ramas dormidas, que luego me llenaré de hojas y que después empezarán a crecer mis ciruelas en pequeños racimos, verdes, al principio, y después, de un alegre rojo brillante. Es entonces cuando todo el mundo se acuerda de mí, pero únicamente para arrancar mis frutas y seguir tranquilamente su camino.
- Comprendo tu desencanto – dijo el río -; pero creo que exageras: yo he visto, más de una vez, que algunos chiquillos vienen a jugar a tu lado a sentarse bajo tu sombra. Seguramente piensan como yo: que en todas nuestras andanzas no hemos visto otro árbol más generoso y bello. ¡Sobre todo cuando estás cubierto de puras flores, en primavera, o cuando brilla entre tus hojas verdes y oscuras el rojo violáceo de las ciruelas maduras!
- Cómo brillan hoy.
El ciruelo, que nunca había oído un elogio, se turbó un instante, pero de inmediato respondió con sinceridad:
- Si lo que dices es cierto, todo eso de lo debo a ti. Sé que sin tu ayuda no serían tan abundantes mis flores, ni mi follaje tan verde y espeso, ni serían mis hijas tan dulces, frescas y hermosas. Y ahora que somos amigos te confieso que mi única distracción es contemplarme reflejado en tu corriente, porque en el movimiento de tu espejo me veo gracioso y ágil: mi imagen juguetea como si yo bailara. Eso me ayuda a sentir que estoy vivo, aunque siga casi inmóvil con mis raíces aferradas al suelo.
- Casi todo lo que han dicho es muy cierto – se oyó de repente decir a unos niños que estaban trepados al árbol saboreando las ricas ciruelas, y agregaron:
- También nosotros estamos muy felices de tenerlos a los dos, aunque jamás se nos haya ocurrido confesarlo. Y a pesar de lo que ha dicho nuestro querido ciruelo, venimos aquí a menudo, cuando estamos de vacaciones, ¡Y no sólo por sus dulces frutos rojos! Claro que nos da gusto saborear las ciruelas, pero también nos encanta sentarnos en este rinconcito para gozar de tu fresca sombra, generoso amigo, y mirar todo lo que tú reflejas, río andariego: Nubes que cambian a cada instante de formas y colores, árboles que danzan, la luz del atardecer que multiplica su oro en la plata quebradiza de tus aguas…
Cuento Japonés (versión de Carlos H. Magis).
Fuente: SEP. Español. Quinto Grado. Lecturas (1972).
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