El adulterio

Uno de los pensadores más destacados del siglo XVIII, Francois – Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, le dedicó sesudas reflexiones a muchos de los temas más relevantes de la vida: el dinero, la religión o los hijos. Pero también se preocupó por explorar una de las hieles - ¿o mieles? – que existen desde que hay monogamia: el adulterio. He aquí una reflexión con respecto a este acto que no discrimina entre hombres y mujeres, que cada quien juzgue su vigencia actual.

No debemos esta palabra a los griegos, sino a los romanos. Adulterio significa en latín 'alteración', una cosa puesta en lugar de otra; llaves falsas, contratos y signos erróneos; adulteratio. Por eso el que se metía en lecho ajeno fue llamado «adúltero», como la llave falsa que abre la puerta de la casa de otro. Por eso llamaron por antífrasis coccyx, 'cuclillo', al pobre marido en cuya casa y cama pone los huevos un hombre extraño. Plinio el naturalista dice: Coccyx ova subdit in nialienis; itaplerique alienas uxores faciunt matres. —el cuclillo deposita sus huevos en el nido de otros pájaros; de este modo muchos romanos hacen madres a las mujeres de sus amigos—. La comparación no es muy exacta, porque aunque se compara al cuclillo con el cornudo, siguiendo las reglas gramaticales, el cornudo debía ser el amante y no el esposo.

Algunos doctos sostienen que debemos a los griegos el emblema de los cuernos, porque los griegos designan con la denominación de macho cabrío al esposo de la mujer que es lasciva como una cabra. Efectivamente, los griegos llamaban a los bastardos «hijo de cabra», así como la canallada de nuestras ciudades modernas les llama hijos de p…

La gente educada, que nunca usa términos despectivos, no pronuncia jamás la palabra adulterio. No dice «la duquesa de tal comete adulterio con Fulano de cual» sino «la marquesa a tiene trato ilícito con el conde de B». Cuando las señoras comunican a sus amistades sus adulterios, sólo dicen: «confieso que le tengo afición». Antaño declaraban que les apreciaban mucho; pero desde que una mujer del pueblo declaró a su confesor que apreciaba a un consejero, y el confesor le preguntó: «¿cuántas veces le habéis apreciado?», las damas de calidad no «aprecian» a nadie... ni van a confesarse.

Las mujeres de Lacedemonia no conocieron ni la confesión ni el adulterio. Verdad es que Menelao probó lo que Helena era capaz de hacer; pero Licurgo puso orden allí, consiguiendo que las mujeres fuesen comunes cuando los maridos querían prestarlas y cuando las mujeres lo consentían. En casos tales, el marido no podía temer el peligro de estar alimentando en su casa al hijo de otro. Allí todos los hijos pertenecían a la República y no a una familia determinada, y así no se perjudicaba a nadie. El adulterio es un mal porque es un robo; pero no puede decirse que se roba lo que nos dan. Un marido de aquella época robaba con frecuencia a un hombre joven, bien formado y robusto, que cohabitara con su mujer. Plutarco ha conservado hasta nuestros días la canción que cantaban los lacedemonios cuando Acrotatus iba a acostarse con la mujer de su amigo: Id, gentil Acrotatus, satisfaced bien a Kelidonida. Dad bravos ciudadanos a Esparta.

Los lacedemonios tenían, pues, razón para decir que el adulterio era imposible entre ellos. No sucede lo mismo en las naciones modernas, en las que todas las leyes citan fundadas sobre lo tuyo y lo mío.

La mayor injusticia y el mayor daño del adulterio consiste en dar a un pobre hombre hijos de otros, cargándole con un peso que no debía llevar. Por este medio, razas de héroes han llegado a ser bastardas. Las mujeres de los astolfos y de los jocondas, por la depravación del gusto y por la debilidad de un momento, han tenido hijos de un enano contrahecho o de un lacayo sin talento, y de esto se resienten los hijos en cuerpo y alma. Insignificantes micos han heredado los más famosos nombres en algunos países de Europa, y conservan en el salón de su palacio los retratos de sus falsos antepasados, de seis pies de estatura, hermosos, bien formados, llevando un espadón que la raza moderna apenas podría sostener con las dos manos.

En algunas provincias, las jóvenes solteras hacen el amor; pero cuando se casan se convierten en esposas prudentes y útiles; todo lo contrario sucede en Francia: encierran en conventos a las jóvenes, y se les da una educación ridícula. Para consolarlas, sus madres les imbuyen la idea de que serán libres cuando se casen. Apenas viven un año con su esposo, desean conocer a fondo el valor de sus propios atractivos. La joven casada sólo vive, se pasea y va a los espectáculos con otras mujeres que le enseñan lo que desea saber. Si no tiene amante como sus amigas, está como avergonzada y no se atreve a presentarse en público.

Los orientales tienen costumbres muy contrarias a las nuestras. Les presentan jóvenes, garantizando que son doncellas, se casan con ellas y las tienen siempre encerradas por precaución. Nos dan lástima las mujeres de Turquía, de Persia y de las Indias, pero son mucho más dichosas en sus serrallos que las jóvenes francesas en sus conventos.

Entre nosotros sucede algunas veces que un marido, disgustado de su mujer, no queriendo formarle proceso criminal por adulterio, se satisface con separarse de ella de cuerpo y bienes.

Para juzgar con justicia un proceso de adulterio, sería preciso que fuesen jueces doce hombres y doce mujeres, y un hermafrodita que tuviera voto preponderante en caso de empate. Pero hay casos singulares en los que no caben las dudas y no nos es lícito juzgar. Uno de estos casos es la aventura que refiere San Agustín en su sermón sobre la predicación de Jesucristo en la montaña.

Septimio Acindino, procónsul de Siria, mandó prender en Antioquía a un cristiano porque no pagó al fisco una libra de oro con que le multaron, y le amenazó con la muerte si no la pagaba. Un hombre rico de aquel país prometió dar dos marcos a la mujer del desgraciado si consentía en satisfacer sus deseos.

La mujer fue a contárselo a su marido, y éste rogó que le salvara la vida, aunque tuviera que renunciar a los derechos que tenía sobre ella. La mujer obedeció a su marido; pero el hombre rico, en vez de entregarle los dos marcos de oro, la engañó entregándole un saco lleno de tierra. El marido no puede pagar al fisco y no le queda más remedio que morir. En cuanto el procónsul se entera de la infamia, paga de su propio bolsillo al fisco los dos marcos de oro y manda que entreguen a los esposos cristianos el dominio del campo de donde se sacó la tierra para llenar el saco que el hombre rico entregó a la mujer.

En este caso se ve que la esposa, en vez de ultrajar a su marido, fue dócil a su voluntad. No sólo lo obedeció, sino que le salvó la vida. San Agustín no se atreve a decir si es culpable o virtuosa; teme condenarla sin razón. Lo singular es que Bayle, en este caso, pretenda ser más severo que San Agustín. Condena decididamente a la pobre mujer.

En cuanto a la educación contradictoria que damos a nuestras hijas, añadamos una palabra: las educamos infundiéndoles el deseo inmoderado de agradar, para lo que les damos lecciones. Lo haría la Naturaleza por sí sola, si nosotros no lo hiciéramos; pero al instinto de la Naturaleza añadimos los refinamientos del arte. Cuando están acostumbradas a nuestras enseñanzas, las castigamos sí practican el arte que de nosotros han aprendido. ¿Qué opinión nos merecería el maestro de baile que estuviera enseñando a un discípulo durante diez años y pasado ese tiempo quisiera romperle las piernas por encontrarle bailando con otro? ¿No podríamos añadir este artículo al de las contradicciones?


Fuente:
Por Voltaire en Revista Algarabía, No. 125, Febrero 2015, p. 84 – 89.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

La recomendación del momento

Los Ciudadanos del Paraíso

Residen en el Paraíso numerosos grupos de seres magníficos, los Ciudadanos del Paraíso. Puesto que no se ocupan directamente del plan del pe...

Lo más popular de la semana