Los conventos de monjas de ese entonces —igual que los de los hombres—, estaban bajo jurisdicción episcopal. Pero si los de hombres representaban una necesidad o utilidad religiosa, puesto que administraban algunos sacramentos, los de mujeres, en cambio, constituían un lujo. Además, como los conventos de religiosas dependían exclusivamente de la caridad pública, se hizo necesaria una población suficientemente amplia y rica para sustentarlos. Por otra parte, los beneficios sociales que reportaban estos monasterios, tenían sentido únicamente en las ciudades al dar un quehacer honrado, digno y elevado a las mujeres que no estaban casadas 'alejándolas de los peligros y tentaciones del mundo' en una época que tanto consideraba el honor femenino; asimismo, como a las mujeres no se les procuraba preparación alguna para afrontar la vida, los claustros quitaban a la familia la molestia de tener que cargar con los problemas que implicaba tener en casa a una mujer célibe.
Aun cuando la autoridad real fue reacia a autorizar la creación de instituciones religiosas femeninas, en las colonias españolas se contó a menudo con la complicidad de virreyes vice-patronos y arzobispos, en parte por su legítima piedad o tal vez por ostentar el título de 'fundadores de un convento', lo cual implicaba un reconocimiento público.
Así, pues, los conventos de religiosas llegaron a desempeñar un papel económico importante durante la Colonia por las fuertes dotes que requerían las monjas profesas a los espléndidos patronos que los apoyaban, y a la buena administración de sus propiedades. El requerimiento de la dote fue en ocasiones de tal modo pesado que se crearon fundaciones especiales para dotar a mujeres carentes del capital suficiente.
Aun cuando a veces fueron ejemplo de piedad y con frecuencia habían albergado en sus claustros a monjas muertas en olor de santidad, hubo también conventos de mujeres que llegaron a relajar bastante la disciplina a pesar de los rectores. Salvo excepciones, las religiosas no vivían realmente en comunidad, si bien hacían actos de comunidad en el coro de la Iglesia; vivían y comían en celdas independientes, amuebladas, decoradas y, a veces, construidas de acuerdo a su gusto y posibilidades económicas. Muchas religiosas entraban muy jóvenes al Convento sin vocación alguna, y mantenían dentro del claustro el orgullo que les daba proceder de familia ilustre y poderosa.
Además de las monjas, vivían en los conventos las llamadas niñas, incapaces por cualquier circunstancia de profesar. Aparte, albergaban también a un buen número de criadas o sirvientas para atender a las religiosas. (Numerosas disposiciones episcopales insistían en limitar a cinco el número de criadas para cada religiosa, pero la misma reiteración permite advertir el poco caso que se hacía de ellas).
El locutorio del Convento era el sitio por el que las monjas entraban en contacto con el exterior; su importancia para la vida de las ciudades era muy grande; ahí se forjaban amistades, se conocían noticias, se intercambiaban regalos, cartas y poemas. Ahí, en fin, "se daban aquellos curiosos noviazgos espirituales que, cuando dejaban un poco de serlo, provocaban regaños y castigos".
Pues bien, a uno de estos conventos ingresa, por decisión propia, Juana Ramírez (Juana de Asbaje). Se trata del Convento de Santa Paula de la Orden de San Jerónimo. Entra en 1668, profesa en 1669 y permanece en él veintisiete años hasta el día de muerte, el 17 de abril de 1695. Ahí, en el mismo Convento fue sepultada.
Fuente:Los Grandes Mexicanos – Sor Juana Inés de la Cruz, Editorial Tomo, 3° edición, p. 52 – 55.
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