De manera simultánea a esta crisis intelectual se opera en su ánimo otra más intensa que es el derrumbe moral de todos sus sueños: el arzobispo Aguiar y Seijas la conmina a deshacerse de su biblioteca (4.000 volúmenes, instrumentos y mapas), para obtener limosnas con su venta.
Esto es lo que dijo su primer biógrafo, el padre Calleja, sobre tan lamentable pérdida:
"La amargura, que más sin estremecer el semblante pasó la Madre
Juana, fue deshacerse de sus amados libros, como el que, en amaneciendo el día
claro, apaga la luz artificial por inútil. Dejó algunos para el uso de sus hermanas,
y remitió copiosa cantidad al arzobispo de México para que, vendidos, hiciese
limosnas a los pobres, y aun más que estudiados, aprovechasen a su
entendimiento en este uso. Esta buena fortuna corrieron también los instrumentos
músicos y matemáticos que los tenía muchos, preciosos y exquisitos. Las preseas
y bujerías y demás bienes que aun de muy lejos le presentaban ilustres personajes
aficionados a su famoso nombre, todo lo redujo a dinero con que, socorriendo a
muchos pobres, compró paciencia para ellos y cielo para sí; no dejó en su celda
más que solos tres libritos de devoción y muchos cilicios y disciplinas".
Por lo general, la vida de los habitantes de Nueva España, en la tranquilidad o en el desasosiego, en la pobreza o en la opulencia, estaba en todas sus acciones o sus pasiones transidas de sentimientos religiosos. Los toques de las campanas regulaban la faena diaria y, cuando variaban, era porque anunciaban la presencia de lo extraordinario, de la bendición o la catástrofe. El año de 1691 fue un año distinto: uno de los más negros de la historia del Virreinato. La vida de los novohispanos se había hecho más severa bajo la rígida férula episcopal de Francisco de Aguiar y Seijas, el arzobispo de México, y ese año las campanas de las iglesias y los conventos sonaban más lúgubres que nunca a causa de la miseria, del desastre, de la enfermedad...
Hacía nueve años que el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas estaba al frente de la Iglesia novohispana. Era hombre singular y de extraño carácter, "mezcla de ostentosa filantropía y de intolerancia fanática", que "iba muy ufano por la calle repartiendo limosnas, pagando en las 'boticas' las medicinas que necesitaban los enfermos menesterosos, y consiguiendo dinero, joyas y cuanto podía, para dar de comer a los indios, que por haberse perdido las cosechas de maíz y de trigo en la Meseta Central (a causa de la sequía), estaban amenazados a morir de hambre".
Contaba el arzobispo con la amistad y colaboración de Don Carlos de Sigüenza y Góngora en su caritativa orden, y se cuenta que un día cuando pasaba el prelado por el Hospital del Amor de Dios, don Carlos lo llamó para referirle un milagro. Le dijo que, aunque había mandado grandes cantidades de maíz a los barrios pobres y a los conventos, notaba que, lejos de disminuir, aumentaba lo que tenía en las trojes que estaban a su cuidado. Pero no duró mucho este milagro de la 'multiplicación de los granos' y el 8 de junio de ese año de 1691 tuvo lugar en la ciudad un hecho que el historiador y literato mexicano Artemio de Valle-Arizpe refiere como "el gran tumulto".
El virrey Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoza, conde de Galve había enviado "activos emisarios por pueblos y haciendas para investigar qué cantidades de trigo y de maíz había, y la gente de México tomó estas medidas precautorias como prueba evidente, clarísima, de que se trataba de monopolizar esas semillas para hacer negocio con la necesidad y la desgracia públicas". Éste fue el motivo del gran desorden que presenció don Carlos.
Un grupo de inconformes fue a buscar, primero, al arzobispo, y al no encontrarlo marchó enfurecido al palacio virreinal, donde tampoco se hallaba el virrey, entonces "la plebe con grandes voces decía contra el señor virrey las más atrevidas desvergüenzas y execraciones que jamás se oyeron".
Los inconformes que eran todos indios, se amotinaron en la plaza Mayor, que "la desempedraban para hacerse de proyectiles". Destruyeron los puestos del mercado utilizando sus escombros para prender fuego al Palacio y a las Casas del Cabildo, y hubo saqueos y destrozos al por mayor. El arzobispo Aguiar y Seijas llegó en su coche negro, con su gran cruz en el pescante, a tratar de sosegar a los revoltosos pero fue en vano, la gente estaba enardecida y el prelado estuvo a punto de perder la vida. Todo ardía, hasta las Casas del Ayuntamiento, y las llamas amenazaban los numerosos archivos de las Casas del Cabildo. Entonces intervino don Carlos de Sigüenza y Góngora corriendo hacia "aquel lugar siniestro, acompañado de algunos amigos suyos, y con ellos y gente a la que pagó con generosidad consiguió llegar, por medio de escaleras, al piso superior del edificio; rompió las puertas de los balcones y pudo salvar la mayor parte de los libros capitulares, tesoro inapreciable que sin él se hubiese perdido para siempre". Él mismo calculó en tres millones de pesos las pérdidas de esa noche siniestra.
En ese año de tantas dificultades sólo hubo un suceso feliz que celebrar: la victoria española sobre los franceses de la armada de Barlovento, engrosada por el virrey de México con el oportuno envío de 2,600 hombres. Este hecho produjo en la capital intenso regocijo y dio oportunidad a la poetisa mexicana de despedirse de sus preocupaciones por lo que acontecía en el mundo. Sor Juana relató en verso ese hecho histórico en la extensa silva No cabal relación, indicio breve, y Sigüenza y Góngora lo incluyó en su Trofeo de la Justicia Española, compuesto en honor del virrey. Ésta fue la última obra literaria en que ambos amigos colaboraron, pues poco tiempo después, don Carlos, con el título de 'Geógrafo general del Rey", marcharía a España en un viaje de exploración en un barco de la armada real que recorrería la costa Este del Golfo de México hasta Pensacola.
Sor Juana tendría que enfrentar sola el gran vacío que su ex confesor, Antonio Núñez de Miranda había formado a su alrededor, a raíz de su Crisis de un Sermón — rebautizada como Antagórica — tan reprobada y censurada por éste y por otros tantos contemporáneos. Por otro lado, el arzobispo Aguiar y Seijas se había erigido en dictador de todas las obras piadosas durante los años de su episcopado (1682-1698). Era un hombre iracundo y de mal carácter (cuentan que una vez al propinar bastonazos, le rompió los anteojos a don Carlos de Sigüenza y Góngora) La misoginia patológica de este arzobispo le llevó a prohibir la entrada a las mujeres al palacio arzobispal, incluso a las cocinas y patios de servicio; (la Historia le acusa directamente de la destrucción de la biblioteca de Sor Juana).
Pero eso sí, cuando se generalizó el hambre en la población, por los sucesos de 1691, el arzobispo buscaba constantemente a Sor Juana para que la monja le procurara ayuda económica. No se sabe a ciencia cierta cómo eran las relaciones entre ambos, siendo el arzobispo —como ya se mencionó— un hombre de carácter extraño, misógino, que no concebía otra manera de vida que la austeramente encasillada dentro de la más estricta y severa disciplina religiosa. Según uno de sus biógrafos, desde el primer momento había visto con malos ojos las aficiones mundanas de Sor Juana, reprobándola públicamente con la intención de reducirla a su verdadero estado. Pero otro, que estudió los recursos económicos de la monja en la última etapa de su vida, llegó a la conclusión de que Sor Juana había logrado reunir una buena cantidad de dinero propio, misma que el arzobispo mermaba para alimentar a los indios.
Según consta en una escritura fechada en 1698, que presentaron las religiosas del Convento de San Jerónimo con motivo de una querella con el arzobispo, cuando Sor Juana ingresó en el Convento (1669) lo hizo sin bienes de fortuna, pero "aunque tuvo que mendigar su dote, parece que llegó a ser, al final de su vida, una de las monjas más acaudaladas del lugar. Tanto era su caudal, que en varias ocasiones suplió de su peculio lo que faltaba para realizar obras que se hacían en San Jerónimo", Recordemos que desempeñó por muchos años el cargo de contadora del Convento y parece que lo hacía con gran éxito — según lo declaró don Diego Francisco Velásquez, Prebendado de la Catedral Metropolitana.
A juzgar por los recibos de los gastos del
Convento que obraban en poder de don Diego, Sor Juana compraba los materiales
necesarios para la obra "por la inteligencia que tenía en sus precios". Y de igual manera manejaba
sus propios negocios. Por el documento antes mencionado, se sabe que la Madre
Juana invirtió varias sumas con don Domingo de la Rea, comerciante de plata, a
quien envió el 30 de julio de 1692 mil quinientos pesos, sobre los cuales había
de recibir créditos del 1.5% cantidad que aumento por quinientos pesos más el
14 de marzo del año siguiente; y en mil seiscientos adicionales el 9 de
noviembre de 1693. Estas operaciones las hizo a través de doña María de
Cuadros, viuda que vivía en San Jerónimo, quien firmó un finiquito declarando
que "el principal y los réditos los había de gozar ella (Sor Juana) los
días de su vida, y después su sobrina Sor Isabel María de San José, y muerta
ésta, el Convento, gastándose los réditos el día de la Santísima para las
necesidades de las monjas". A la muerte de Sor Juana, gracias a esa
escritura, las monjas de San Jerónimo pudieron reclamar al arzobispo su
derecho de herencia, porque éste ya había recogido todas las pertenencias de la
monja, que además poseía y guardaba en el claustro otras cantidades menores
de dinero. Finalmente, por orden de la Audiencia, el fallo fue a favor de las
religiosas, entregándoseles la cantidad de cinco mil doscientos setenta y un
pesos, dos tomines.
Pues bien, el arzobispo Aguiar y Seijas "acudía con harta frecuencia a la bolsa de la madre Juana y disponía libremente, como si fueran suyos, de los bienes de la monja y pedía dinero a cuenta suya". El testimonio del Prebendado de la Catedral se complementa que su declaración de que al haber acordado la madre Juana comprar unos materiales con dinero que le dio, "aprehendió al señor arzobispo que le debía algún resto, y aun que lo desengañé, me pidió cien pesos para sus limosnas". En otra ocasión, según la misma referencia "habiéndose valido de su Ilustrísima cierta persona para que me obligase a que le vendiese un esclavo, lo hice por su mandato y su Ilustrísima recibió trescientos pesos por su valor, y guando ocurrí por ellos dixo los aplicaba a las dependencias de la madre Juana y no admitiéndome réplica ni recurso me embió después su recibo".
Años difíciles, de hambre, de miseria, y de enfermedad. La gente del pueblo moría de pobreza en plena calle, mientras el desconsuelo y la desesperanza se apoderaba de aquellos que tenían aún medios para resistir. Estos acontecimientos trágicos tuvieron sus repercusiones dentro de los muros del Convento de San Jerónimo y la salud de Sor Juana, minada ya por varias enfermedades, se había agravado por la sucesión de tantos desastres y por las hostilidades que le mostraban los que antes tanto la habían adulado, entre los que se encontraba su ex confesor, el padre Núñez —que por cierto falleció tres meses antes que ella.
En 1693 apareció la segunda edición del segundo tomo de sus obras, y faltaría poco tiempo para que tomara la decisión final de renunciar a todas las cosas terrenas. A partir de 1694 Sor Juana dejó de publicar sus obras aunque siguió escribiendo, como prueban los Enigmas, poemas manuscritos que conforman un libro intitulado La Casa del Placer, recientemente publicado. Sin embargo, el 5 de marzo de 1694, a los cuarenta y dos años, firmó con su propia sangre su renuncia formal y definitiva a todo lo terrenal o mundano, como una prueba de que estaba dispuesta a sacrificar su vida y su renuncia fue un triunfo de la Iglesia. "Se había suicidado ya cuando dio de limosna hasta su entendimiento" —dijo el obispo Castoreña y Ursúa.
Después de esto Sor Juana hizo penitencia durante varios días; presentó al Tribunal Divino una Petición Causídica; pidió perdón a sus Hermanas de Profesión; reafirmó con su sangre la Declaración de sus Votos y reiteró su Fe en la Inmaculada Concepción. De monja mundana se convirtió en mística.
"Desde entonces abrazó un género de vida austerísimo — dice don Juan José de Eguiara y Eguren—, mortificándose con penitencias y cilicios; entregándose a las meditaciones y contemplaciones, pidiendo la confesión y recibiendo la comunión diariamente y a otros muchos ejercicios espirituales, en los que tenía un gozo extraordinario, y cultivando de tal suerte todas las virtudes, que nada fuera de esto le interesaba, de suerte que evitaba las alabanzas de las gentes y aun las muestras de estimación de sus compañeras, a las que por lo mismo ocultaba sus penitencias y piadosos ejercicios. En verdad, tanto era su celo en mortificar la carne que su confesor, el padre Antonio, decía que Juana no necesitaba espuela sino freno, y que convenía que se conveniera en tales propósitos y moderara sus deseos este respecto, pues progresaba de tal manera en la vía de la perfección cristiana, que más que correr parecía volar".
Otro de sus biógrafos dice que "tantas disciplinas tan severas no sólo castigaron su cuerpo sino su espíritu". Y con la falta de espíritu se recrudecieron los males del cuerpo y la monja "enfermó de caritativa" al entrar en el convento "una epidemia tan pestilencial —dice el padre Calleja— que de diez religiosas que enfermasen, apenas convalecía una."
Muy pronto la epidemia empezaría a hacer estragos en el Convento de San Jerónimo. Sor Juana desplegaría una extraordinaria actividad empeñándose en atender de día y de noche a cuantas religiosas caían enfermas, exponiéndose continuamente al contagio. Se entregaba a su tarea con ímpetu de mártir y exageraba su celo hasta el extremo de alarmar a superiores y amigos. Cuando se le ordenó aislarse de las enfermas ya era tarde: Sor Juana se había contagiado.
La fama que alcanzó Sor Juana en vida llevó a sus contemporáneos a pronunciar plegarias por su salud. En todas las iglesias se rezaba por su pronto restablecimiento. Infinidad de amigos y admiradores llegaban a las puertas del Convento a informarse sobre su salud y a ofrecer su ayuda. La enferma fue sometida a un riguroso tratamiento que no tuvo los resultados deseados. Sus últimos días produjeron una profunda emoción en cuantos rodeaban su lecho, entre quienes se encontraba su leal amigo don Carlos de Sigüenza y Góngora. Llamó especialmente la atención su extraordinaria lucidez durante su agonía. Y en medio de jaculatorias a Cristo y su bendita Madre María Santísima, pues dice el padre Calleja "que no los apartaba ni de su mano ni de su boca", mostró, más que serena conformidad, "vivas señales de morir". Cuando las campanas anunciaron su fallecimiento el luto fue general. Murió el 17 de abril de 1695 a las cuatro de la madrugada. Había vivido cuarenta y tres años, cinco meses y cinco días, y sólo diecisiete de esos años los pasó "en el mundo".
Las exequias se celebraron en medio de un despliegue de rito y pompa. Asistieron todas las personas notables de la ciudad: los virreyes el conde y la condesa de Galve, el arzobispo Aguiar y Seijas, las religiosas del Convento de Santa Clara, los jesuitas de San Pablo y San Pedro, los dominicos y los franciscanos, las Agustinas, las Carmelitas Descalzas y las Hermanas de la Pobreza, ricos cortesanos y las humildes de Belén.
La escena fue más impresionante que la celebrada hacía 27 años en el mismo lugar, cuando Juana de Asbaje se convirtió en Sor Juana Inés de la Cruz. El sermón lo pronunció don Carlos de Sigüenza y Góngora, su amigo y consejero. Sus restos se sepultaron en el mismo Convento y ahí se conservan hasta la fecha, igual que un retrato, algunos manuscritos, su pequeña colección de tres libros de devociones y el recuerdo de su presencia.
En la celda de Sor Juana se encontraron desparramadas viejas cuartillas borroneadas. Una de estas composiciones, escrita en verso no tenía título pero se le intituló: Romance en reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa, que hicieron mayores sus obras con sus elogios. Que no se halló acabado. En vida se le habían tributado muchos honores y ella expresaba su gratitud a través de su obra. El poema está escrito en forma de romance y contiene 275 versos. El poema quedó inconcluso así como pendientes quedan, aún, muchos enigmas de la vida de esta gran poetisa y prosista mexicana, gloria de las letras.
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