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Jesús. Misión pública. Curación masiva

Un sábado, poco después de la puesta del sol en Cafarnaúm y en la casa de Pedro, unos cuantos judíos recuerdan unas palabras de Jesús expresadas en la sinagoga: "El odio es la sombra del miedo y la venganza, la máscara de la cobardía, ya que el hombre es el Hijo de Dios y no del dia­blo". Entonces, escuchan las voces de cientos de personas en el patio y al abrir la puerta, observan un gran número de enfermos que tienen la esperanza de lograr la curación de manos de Jesús.

Cuando el Maestro sale, sus ojos tropiezan con una masa humana aquejada y afligida, logra apreciar a los cientos de seres humanos enfermos y doloridos reunidos delante de él. La presentación de estos hombres, mujeres y niños, que sufren alguna o varias dolencias, leves o graves, impresiona el corazón de Jesús e intenta probar la misericordia divina de este benévolo Hijo Creador. Pero Jesús sabía bien que lo sobrenatural o milagroso no ha acompañado su enseñanza desde el episodio de Caná y al igual que en la boda, el do­lor y sufrimiento de cada uno de esos seres conmueve su corazón compasivo, ¿Acaso no es esa una parte importante de la misión, la de aliviar dolor y sufrimiento en cuerpos y almas?

Una voz suplicante saca de su cavilación al Mesías y le confirma la parte más importante de su misión en la Tierra: "Maestro, emite la palabra, recupera nuestra sa­lud, sana nuestros padecimientos y salva nuestras almas".

Este es un momento en la vida terrestre de Jesús en que la sabiduría divina y la compasión humana están tan entre­lazados en su juicio, que busca respuesta recurriendo a la voluntad de su Padre, Dios.

Después de momentos de meditación y en el cual la muchedumbre guarda un expectante silencio, Jesús reco­rre con la vista a la multitud de afligidos y comenta: "He venido al mundo para revelar al Padre y establecer su rei­no. He vivido mi vida hasta este momento con esa finalidad, por lo tanto, si es voluntad de Aquel que me ha enviado y si no se opone con mi dedicación a proclamar el evangelio del reino de los cielos, deseo que mis hijos se curen".

Evidentemente, la voluntad del Padre es la misma de Jesús por lo que absolutamente todos los que tienen alguna dolencia o sufrimiento en cuerpo y alma recuperan su sa­lud, un hecho similar no se ha visto jamás en la tierra antes ni después de este día, es en verdad un espectáculo conmo­vedor. El Maestro desea que estos mortales que sufren sanen, siempre y cuando no se contradiga la voluntad de su Padre, ya que aquello que un Hijo Creador desea y su Padre lo quiere, existe y es.

Apenas ha esclarecido el día domingo cuando la noticia de esta curación en Betsaida de Cafarnaúm es difundida por toda Galilea, Judea y por regiones más alejadas, incluso, llega hasta los oídos de Herodes, quien envía observadores para que le informen sobre la obra y enseñanzas de Jesús. Remarca que pongan especial cuidado por si este curador milagroso no "respeta" las disposiciones de no curar a na­die en sábado.

Durante el resto de su vida terrestre y a causa de esta demostración involuntaria de curación física y espiritual, Jesús es considerado, además de predicador, médico. Por supuesto, continúa enseñando, pero su trabajo personal con­siste, sobre todo, en ayudar a enfermos y afligidos, en tanto que los apóstoles predican en público y bautizan a los creyentes.

Las curaciones milagrosas que complementan la misión de Jesús en la tierra, no son parte de su plan para procla­mar el reino, porque estos prodigios colocan más obstáculos en el camino del Mesías, sobre todo, porque provocan una publicidad que crea prejuicios y aportan una notoriedad que no desea que sea tomada por ese lado. Por eso insiste en aclarar, no sólo a la gente común sino también a los após­toles que: "No se regocijen porque mi Padre tiene el poder de curar el cuerpo, sino porque tiene la fuerza de salvar el alma".



Fuente:
Los Grandes. Jesús, Editorial Tomo, p. 126 – 129.

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