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Eduardo E. Zárate – Así era Morelos

Durante la Guerra de Independencia, el general Morelos recibió de parte de un amigo una carta que decía: "Sé de buena fuente que el Virrey ha pagado a un asesino para que lo mate a usted; pero no puedo darle más señas de ese hombre sino que es muy Barrigón."

Gabriel García Márquez – Macondo

Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó de ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima".

Azorín – El telescopio

Cuando yo pasaba por este largo salón con piso de madera en que resonaban mis pasos, levantaba la vista y miraba a través de las ventanas. Y entonces veía allá, a lo lejos, en la torrecilla que surgía sobre el tejado, la veleta que giraba, giraba incesantemente.

Martín Luis Guzmán – Culiacán

Las aguas del Tamazula eran de un tinte azul idéntico al del cielo, sólo que, en el río, quebraban el tinte azul las manchas morenas de los cantos, y lo limitaba, en lo hondo de la transparencia, el lecho de arena, coloreado en contraste. Crecía en los alrededores de la ciudad, en roce estrecho con los muros de las últimas casas, una vegetación exuberante; huertos espesos, Cañaverales tupidos, alfombras de verdura perpetua bajo el moteo de las flores. Y el cielo, de una claridad a veces deslumbradora, vertía sin cesar sobre ese campo y las calles que en él trazaban los grupos de casas, ondas de luz que lo doraban todo. Así iluminado, nada había inerte ni feo: el lodo mismo irradiaba reflejos que parecían ennoblecerlo. 

El Rancho

Fuimos a visitar a mi padrino.

Pasamos varios días en el rancho.

Me prestó su caballo alazán.

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