La joven ilustre. Los votos religiosos

Tras un año de prueba como novicia, el 24 de febrero de 1669, Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana tomó los hábitos de manera definitiva. Desde ese día se convirtió en Sor Juana Inés de la Cruz. Si como mujer su precocidad y sus versos la habían hecho famosa, como monja alcanzaría la escritora la áspera y dolorosa cima de la gloria. Una cor­ta palabra, "sor", antepuesta a su nombre, cambiaría para siempre su vida.

Con la ayuda de algunos testimonios de sus contempo­ráneos, sobre todo del padre Antonio de Oviedo, biógrafo del padre Núñez de Miranda, trataremos de reconstruir las escenas de día de su profesión: 

"Desde muy temprano todas las campanas de las iglesias de la ciudad anunciaron con sus repiqueteos la toma de hábitos de Sor Juana. Era un día de fiesta para la gente del pueblo mexicano. Tronaron una gran cantidad de co­hetes y encendieron fuegos artificiales en señal de júbilo. El padre Núñez de Miranda se hizo cargo personalmente de los preparativos. Las hermanas del Convento habían bordado las vestimentas y ornamentos sagrados con hi­los de oro y plata. Otras, habían confeccionado espléndi­dos platillos y exquisitas golosinas para el gran día...

"Los virreyes estuvieron al pendiente del acontecimien­to. Doña Leonor visitaba diariamente el Convento para ver y obsequiar a su pupila... 'Casi había puesto el lujo de su corte, su distinción, su finura, en el locutorio de San Jerónimo', rodeando de comodidades a la monja en su nueva morada".

"El día empezaría con la ratificación por escrito de los votos. Enseguida la llevarían a dar 'un corto paseo' por la ciudad, para el cual la novicia debía vestir sus mejores galas y adornarse con sus más ricas joyas. Después, se presentaría de nuevo en el Monasterio, donde la despoja­rían de sus lujos, y en una ceremonia muy solemne le pondrían el hábito de la Orden y haría su profesión.

"Para la ceremonia de profesión de Juana de Asbaje, se encendieron numerosas velas y veladoras en la Iglesia del Convento, las cuales se distribuyeron a lo largo y a lo ancho de la nave, y sobre todo iluminaban los altares que ese día lucían sus magníficos ornamentos y estaban ador­nados con jarrones repletos de flores blancas. Para el acto se dieron cita los virreyes, el alto clero, el clero secular, los cortesanos y paladines y gente importante de la socie­dad novohispana. El padrino de la ceremonia fue don Pedro Velásquez de la Cadena, 'deudo' (familiar) de la poetisa, quien pagó la dote". (Aquí aparece un dato impor­tante extraído del Libro de Profesiones de Santa Pau­la: en las actas de petición y profesión de fe aparece Sor Juana como hija legítima).

"Manos devotas vistieron a Sor Juana con los hábitos de gruesa tela de lana de su nuevo estado de gracia. Le pusieron primero la túnica blanca que la cubría comple­tamente. Una doble manga resguarda todo el brazo de la futura monja; la externa era larga y ancha y le llegaba hasta el manto; la interior era estrecha y remataba en un gran puño cerrado por una hilera de botoncillos forrados del mismo paño. El amplio sayal rozaba el suelo, sin ta­blones y sin cola. Con unas tijeras de plata le cortaron las trenzas (aquellas trenzas en que solía llevar la cuenta de su aprendizaje) y colocaron sobre su cabeza una toca blan­ca que descendía hasta su cuello y le envolvía el contorno de la cara. Finalmente le pusieron un velo negro sobre la blanca toca, dejando ver los bordes de ésta pero cubriendo parte de su frente. El manto, un poco más corto que la falda, y el escapulario, un tanto más corto aún, ambos, confeccionados de "paño de buriel", dejaban caer su peso sobre todo el atuendo que complementaba un cinturón de cuero cerrado por una hebilla, medias negras y un par de toscos zapatos.

"Por último le colocaron el gran medallón con imáge­nes pintadas al estilo concepcionista y colgaron en su cuello el rosario de los quince misterios que remata su cruz sobre el hombro derecho".

¡Juana Inés era ya una monja jerónima! Era Sor Jua­na Inés de la Cruz.

Al cabo del tiempo, la monja reflexionaría una y otra vez respecto a su vida religiosa. Éstos eran sus pensamientos:

"Pensé yo que huía de mí misma pero ¡miserable de mí! Trújeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación: que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el cielo, pues de apagarse o de embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvo­ra y se verificaba en miel privatio est causa appetitus."


Fuente:
Los Grandes Mexicanos – Sor Juana Inés de la Cruz, Editorial Tomo, 3° edición, p. 62 – 64.

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