Transformación de Jesús. La riqueza

En más de una ocasión, varios hombres poseedores de gran­des fortunas desean seguir a Jesús en sus prédicas, pero intuyen que sus fortunas son posibles obstáculos, pero aun así, sienten el llamado del espíritu para que sigan a ese hombre que los demás dicen que es el Mesías esperado por largo tiempo. El Maestro no rechaza a ninguna perso­na en particular, pero después de hablar con él, muchos desisten en seguirlo.

Ese día, Andrés conduce ante Jesús a un joven rico que es fervoroso creyente y desea recibir la palabra de Dios. Este joven de nombre Matadormo, curiosamente es miem­bro del sanedrín de Jerusalén; ha escuchado enseñar a Jesús y posteriormente instruido en el evangelio del reino por Pedro y otros apóstoles. Jesús habla con Matadormo sobre los requisitos para seguirlo en la promulgación del evange­lio y le pide que demore su decisión hasta que reflexione plenamente sobre el asunto.

Al día siguiente, el joven se acerca a Jesús y dice:

—Maestro, quiero conocer por ti las seguridades de la vida eterna. Puesto que he cumplido todos los mandamientos desde mi juventud, quiero saber qué más debo hacer para conseguir la vida eterna.

En respuesta, Jesús comenta:

— Si guardas todos los mandamientos todos los días, haces bien, pero la salvación es la recompensa de la fe y no simplemente de las obras. ¿Realmente crees en este evangelio del reino?

Y Matadormo contesta.

— Sí, Maestro, creo todo lo que tú y tus apóstoles me han enseñado.

— Entonces, eres en verdad mi discípulo y un hijo del reino.

— Maestro, no me conformo con ser tu discípulo; quiero ser uno de tus nuevos mensajeros.

Jesús lo mira con amor y dice.

—Haré que seas uno de mis mensajeros si estás dispuesto a pagar el precio, si suples el único requisito que te falta.

— Maestro, haré lo que sea para que me permitas seguirte. Jesús besa la frente del joven y le explica.

Si quieres ser mi mensajero del evangelio, deshazte de todo cuanto posees, obséquialo a los pobres o a tus hermanos y enton­ces, ven y sígueme, tendrás un tesoro en el reino de los cielos.

Pero el semblante de Matadormo cambia radicalmen­te, de felicidad a frustración y sin mediar más palabras, agacha la cabeza y se aleja apenado. Este rico joven fari­seo ha sido instruido creyendo que la riqueza es signo del favor de Dios, por lo que Jesús sabe que Matadormo no está liberado del amor de sí mismo y de su fortuna. Él quiere liberarlo del apego a la opulencia, no necesaria­mente de la riqueza en sí. Casi todo ser humano tiene algo material al cual se aferra y tiene que renunciar a ello como parte del proceso de admisión en el reino de los cielos.

Siempre ha sido así y continuará siéndolo. Jesús instru­ye a todo el que le escucha que los humanos deben tomar sus propias decisiones, claro, pueden hacer uso de cierta gama de posibilidades dentro de la libertad de elección. Las fuerzas del mundo espiritual no coaccionan a la humani­dad; le permiten seguir el camino que ella escoge.

La riqueza en sí no tiene ninguna relación directa con la entrada o negación en el reino de los cielos, pero el amor por la riqueza sí tiene que ver y mucho. La lealtad espiritual hacia el reino es incompatible con la servidumbre a la codicia materialista, los humanos no pueden compartir su fidelidad superior de un sublime espíritu con un apego material.

Cuando el joven rico se ha marchado, Jesús se dirige hacia los apóstoles diciéndoles: "¡Ven qué difícil es para los que tienen riquezas entrar plenamente en el reino de Dios! La adoración espiritual no se comparte con las devociones materiales; ningún hombre o mujer pueden servir a dos señores. Por eso, recuerden siempre: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que los paganos hereden la vida eterna. Y yo declaro que es igual de fácil que ese camello pase por el ojo de la aguja a que los ricos satisfechos de sí mismos entren en el reino de los cielos."

Pedro, sorprendido, pregunta.

— ¿Entonces, Señor, quién puede salvarse? ¿Los que tienen riquezas se quedarán fuera del reino?

Jesús responde.

— No Pedro, únicamente los que ponen su confianza en la riqueza, ya que difícilmente llevarán una vida espiritual que con­duzca al progreso eterno. Pero, aunque existan muchos imposibles para los humanos, no están fuera del alcance del Padre que está en el cielo; debemos entender que con Dios todo es posible.

Pedro continúa la plática, porque tiene dudas aún.

—Maestro, estoy confundido por tus palabras al joven rico Matadormo. ¿Tenemos que exigir a los que quieran seguirte que renuncien a todas sus riquezas terrenales?

— Pedro, sólo a quienes deseen vivir conmigo como ustedes lo hacen, como una sola familia, ya que nuestro Padre exige que el afecto de sus hijos sea puro e indivisible. Cualquier acción o per­sona que se interponga entre ustedes y el amor a las verdades del reino, debe ser abandonada.

Pedro insiste.

— Maestro, nosotros lo hemos abandonado todo para seguir­te; ¿Qué poseeremos entonces?

Para ser entendido, Jesús se dirige a los doce apóstoles y les dice.

En verdad les digo que no hay nadie que haya abandonado su riqueza, hogar, esposa, hermanos, padres o hijos, por amor a mí y al reino de los cielos, que no reciba mucho más en este mundo y en la vida eterna en el mundo venidero. Muchos que son los primeros serán los últimos, mientras que los últimos serán fre­cuentemente los primeros. El Padre trata a sus criaturas según sus necesidades y de acuerdo con sus justas leyes de consideración misericordiosa y amante por el bienestar de los habitantes del universo.

E insiste.

El reino de los cielos es parecido a un propietario que emplea a muchos hombres que por la mañana contrata algunos obreros para que trabajen en su viña después de acordar con ellos pagar­les un denario por día. Luego, al ver a otros hombres en la plaza del mercado, les dice: "Trabajen en mi viña y les pa­garé lo justo". Va a la plaza del mercado y también encuen­tra a otros obreros sin hacer nada, por lo que pregunta: "¿Por qué están todo el día sin hacer nada?" A lo que los hombres contestan: "Porque nadie nos ha contratado". "Entonces, trabajen en mi viña y les pagaré lo justo".

Cuando llega la noche, el propietario de la viña pide a su administrador: "Llama a los obreros y págales su sala­rio, empieza por los últimos contratados y terminando con los primeros". Cuando llegan los que han sido contratados ya tarde, cada uno recibe un denario y así, hasta llegar con los hombres contratados al principio del día quienes se dan cuenta de lo que han cobrado los últimos en llegar, por lo que esperan recibir más de la cantidad acordada. Pero al igual que los demás, cada uno obtiene un denario. Cuando todos reciben su paga, se quejan al propietario, diciendo.

— Los últimos hombres que contrataste sólo han trabajado una hora y sin embargo les has pagado lo mismo que a nosotros, que hemos aguantado todo el día bajo el sol abrasador.

El propietario contesta.

Yo no soy injusto, ustedes aceptaron trabajar por un dena­rio al día, entonces, tomen lo que es suyo y continúen su camino, porque es mi deseo dar a los últimos lo mismo que les he dado a todos. ¿No es lícito hacer lo que desee con lo que es mío? ¿O acaso les molesta mi generosidad, porque deseo ser bondadoso y mostrar misericordia?

Con este tipo de ejemplos/Jesús da a entender a sus discípulos que no hay que prejuzgar a nadie ni a nada, para no llevarse decepciones que parecen injustas pero que no lo son.

Fuente: 
Los Grandes. Jesús, Editorial Tomo, p. 143 – 147.

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