Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 4

- Apresúrese, señorita. Todo está dispuesto. No se quede ahí quieta. Se comprometió con nosotros, ¿recuerda?

Lo primero que vio fueron sus ojos saltones y amarillos, aquellos iris brillantes, acaramelados y los cabellos de su peluca frondosa de muñeca, pelo rojizo, del color de las zanahorias y brillante como las hebras acarameladas y plasticosas de un dulce de cabello de ángel. Aquella mirada parecía algo adormilada bajo el parpadeo nervioso, esclavizado por la ansiedad, y la sombra de sus pestañas rizadas.

- ¿Comprometerme yo? – preguntó Clía, gemebunda, notando las frías manos del extraño posarse sobre sus hombros – ¿De qué me está hablando? Ni siquiera sé dónde me encuentro. Tal vez podría usted…

- Yo no los haría esperar – interrumpió aquella figura que le sacaba casi dos cabezas, alejándose de ella, dejando de palparla –. No, no. Debe caminar deprisa, olvidando que todo está en silencio. ¡Ah! Bien. Lo trae todo, querida señorita – señaló el extraño, esbozando una sonrisa al ver el estuche del violín en el regazo de Clía.

- ¿Quién es usted y qué hago en este lugar? ¿Dónde están mis padres? ¿Dónde está el resto de pasajeros? – preguntó ella impaciente.

La silueta dio dos pasos atrás y ella pudo verla con claridad entonces. Sintió un escalofrío al describirla mentalmente tras la estimulante contemplación de sus formas. Era un delgado hombre de cejas pobladas, frente arrugada y barbilla puntiaguda, de labios carcomidos y sin color. Le caían unos tirabuzones rubicundos por sus pómulos poblados de cicatrices y vestía unos aterciopelados atavíos de bufón con cascabeles oxidados colgando, meciéndose sin tintinear.

Las pupilas del extraño florecieron impregnadas en una tonalidad de miel reseca cuando se dispuso a susurrar de nuevo. Barajó una colección de alas de mariposa entre sus dedos mientras las palabras nacían de sus labios amoratados.

- Pregúnteme sí lo desea – dijo mientras se volvía a oír la bocina del tren –. Pregunte cuanto quiera. Estoy aquí para guiarla. Usted como yo odia el silencio ¿Verdad? – murmuró entonando dulcemente, aproximándose nuevamente a ella, como tonando dulcemente, aproximándose nuevamente a ella, como atraído, tentado por el helado brillo de los ojos de la muchacha.

Clía enmudeció. Sintió que algo la obligaba a responder, incluso a aceptar el abrazo del bufón.

- Sólo quiero saber dónde estoy – se limitó a responder ella al tiempo que, teniéndola ya él en su regazo helado, veía por un agujero desgarrado en aquellos ropajes, a la altura del pecho del bufón, las relucientes costillas arqueadas de esqueleto, junto a grisáceas virutas de madera y grumos de algodón.

Clía reprimió un grito de espanto.

- Habrás de confiar en mí – murmuró el bufón sacando un papel con garabatos y notas a modo de pañuelo, limpiándose los labios de mimbre –. Las palabras a su debido tiempo, no antes. Hace demasiado frío en este vagón. Salgamos ya – le tendió su mano temblorosa.

- No deseo que usted me proteja, ridículo muñeco de trapo – respondió ella con ira, temblándole los párpados.

El bufón frunció el ceño y pareció gruñir interiormente. Se le erizaron los cabellos que tenía cubiertos por la capucha ennegrecida de su sayo. Los cascabeles temblaron más que nunca, aunque tampoco se expresó sonoramente su tintineo. De repente, elevó su brazo y dejó caer su palma de dedos enjutos. Estuvo a punto de herir su hombro con aquel zarpazo súbito.

- ¿Qué? ¿Qué hace? – preguntó Clía demudada, retorciendo unos pasos, mirándolo con espanto, comenzando a temer por su vida.

- Perdone. No pretendía asustarla. Sólo quería ofrecerle mi mano. Veo que está alterada y asustada. En este lugar somos hospitalarios, señorita, sobre todo con los invitados de honor. Ha de serenarse. Todo irá bien – sus ojos parecieron hervir en un brillo amarillento y dorado –. No tiene por qué preocuparse. Por favor, sosiéguese y no malgaste nuestro tiempo. Le aseguro que a ellos no les gusta esperar.

- ¿Ellos? – preguntó Clía mientras un escalofrío recorría su cuerpo. Aún acariciaba su hombro derecho tratando de cerciorarse de que el bufón no había clavado sus mugrientas uñas en su piel. Me habla como si yo los conociese ya.

El bufón sonrió. Se le descolgaron aún más las ojeras.

- Y los conoce, Le gustarán, de veras le gustarán. No imagina usted cuánto podrán enseñarle. Me alegro de que finalmente decidiera dar este paso. No se arrepentirá. No tendrá tiempo para ello – dijo finalmente, reprimiendo un singular temblor de labios.

Clía se quedó pensativa, atenuando el jadeo de impaciencia. Notó que comenzaba a faltarle aire. No respiraba holgadamente. Trató de hurgar en el cofre de sus memorias para poder hallar algo que la iluminase, que la ayudase a dar una explicación lógica a todo aquello. Palpó la bruma del recuerdo. Le dio mil y una vueltas a aquellas estampas vividas el día anterior. El estridente latido del reloj durante la noche, sus ojos de par en par en la penumbra, contemplando de vez en cuando la ventana de su habitación, viendo, entre los visillos, llover en el exterior, imaginando, más allá del oscuro confín del vidrio y el sayo de las lágrimas de tormenta, la subida al escenario, la luz cegadora de los focos, la intensidad y el fervor del primer aplauso de aquella ciudad desconocida.

Después, el silabeo del despertador, el fin de la espera y los primeros pasos descalzos en la oscuridad, a primera hora de la mañana, la de partida.

- Es la hora, Papá, mamá, despierten – gritó en el umbral del dormitorio, por si se les pegaban las sábanas. Después, las prisas, el espejo del cuarto de baño, la tenue luz que encantaba la primera mirada del día, aún sin nacer, sin haberse expresado el alba. Aquello y el silencio de las calles, el curso de los ríos de lluvia en tropel por las aceras, el abrazo al estuche de su violín, el acarreo de maletas hacia la estación de Angelía y, finalmente, la bocina del tren al partir.

La cadena de pensamientos volvía a ser la misma. Habían tomado aquel tren para Talgasá y no se habían detenido hasta entonces, hasta llegar a aquella estación fantasma.

- ¿Se convence de una vez, señorita? – preguntó el bufón, arrancándola de sus pensamientos –. Nadie jamás opuso tanta resistencia al llegar a nuestro pueblo.

- ¿Resistencia? – replicó ella – ¿Cómo pretende que me baje en un lugar que no conozco, del que ni siquiera he oído hablar, sin mis padres y sin saber dónde ir?

Ahora que lo pensaba, no recordaba haber oído decir al cobrador de billetes en la estación de Angelía que el tren fuese a hacer una parada intermedia, antes de llegar a Talgasá. Tan sólo le vinieron a la mente las palabras de su padre haciendo referencia a lo baratos que le habían salido los tres billetes y al aspecto algodonado del cabello del vendedor tras la ventanilla. Nada más que eso. Bueno, quizás sólo algo insignificante, el típico comentario de su padre antes de emprender un viaje, indicando que no había encontrado cola ante la ventanilla y que aquel hombre le había sonreído al entregarle los billetes, tarareando una composición clásica que él mismo había intentado silbarnos antes de subir al tren, sin conseguirlo finalmente. Todo lo posterior se resumía prácticamente en un soplo de sosiego, una creciente sensación de ansiedad, la espera y poco más, excepto el singular bostezo de despecho de la atardecida y el suspiro de paisajes a través de la ventana del compartimiento, a veces inmóviles ante sus ojos, en otras ocasiones, fugaces, como el repertorio de composiciones de violín que había estado murmurando para sí misma mientras contemplaba el exterior.

- No bajaré del tren hasta que me diga qué ha ocurrido con mis padres – meció las palabras entre sus labios, sintiendo que el ambiente se hacía cada vez más frío –, hasta que no hable con el jefe de estación o el maquinista para saber cuándo continuaremos el viaje. Averiguaré si esta parada es debida a alguna avería o a algún contratiempo – se quedó mirando de nuevo los ropajes del bufón y, esta vez, no pudo reprimir su pregunta. Su timidez dejó paso a cierto arrojo tiznado de leve insolencia –. ¿Y por qué va vestido de esa forma? No parece que en este lugar haya fiesta o jornada de carnaval. Descúbrase de una vez y déjeme que vea su rostro. No me gusta hablar con desconocidos. Puede que esto sea sólo parte del espectáculo – señaló finalmente, tratando de sonar jocosa.

- ¿Dice que no conoce este lugar? – se dirigió a ella el bufón, con voz grave, casi ofendida –. No pensaba lo mismo anoche, cuando se dispuso a dormir en su habitación y tampoco opinaba lo mismo poco antes de que el tren se detuviese en nuestro andén. Sólo tenía usted en mente el nombre de esta ciudad.

Clía devolvió su mirada al exterior. Los faroles habían vuelto a encenderse y se mecían en vaivén entre los telares del viento, moteando la niebla con su fulgor mortecino de pupila ciega. Apenas se veía el firmamento de noche aunque pudo distinguir un nido de cigüeñas en el tejado superior de la estación, entre las tejas dormidas a la vera del musgo y el recuerdo del tacto de relámpagos. Más allá de los trazos sensibles de aquel nido de ramas resecas, informe, le pareció ver el vuelo concéntrico de tres pajarracos oscuros y famélicos.

Era buitres. Tragó saliva. Después distinguió un extraño harapo de cielo, entre blanco y amarillento, como la tonalidad de un hueso de animal olvidado en la intemperie. Fue entonces cuando fue consciente del repiqueteo de la lluvia, en acecho hiriente sobre el techo del vagón; también el rimbombante eco de puertas cerrándose una tras otra en otros vagones, entre chirridos y un griterío fantasmagórico, nacido del silencio, tímido. Tal vez la brisa, quizás su propia imaginación.

El vuelo de los buitres se fue haciendo vertiginoso, así hasta que, de súbito, se rompió la magia de movimiento en círculo y cayeron amenazadoramente sobre el nido de cigüeñas.

- Compadézcanos y acepte todo cuanto le ofrecemos – susurró el bufón.

Brilló uno de sus ojos oscuros y, mientras volvía a contemplarlo, fascinada por el fulgor de aquella pupila ensartada en su semblante de penumbra, Clía distinguió el color de la madera carcomida en la abisal tiniebla de aquel iris muerto, la tonalidad de un viejo piano naufragado en la fría estancia de sus temores imaginados. Mentalmente probó a palpar aquellas teclas de formas desiguales, desencajadas, partidas, polvorientas, mientras sentía erizarse sus cabellos y se entumecían sus yemas. Quiso hilar una composición que había aprendido en su primer año de conservatorio, un precioso nocturno a medio tiempo que le recordaba a los pasillos sin ecos de aquel edificio de piedra, los corredores débilmente iluminados por las lámparas amarillentas, enlodadas por el paso del tiempo, plantas y escaleras vetustas en las que los más ancianos músicos entornaban sus párpados al llegar las tardes de otoño con sus compases de lluvia, sus truenos distantes, cuando no se recluían en sus despachos de paredes desconchadas para besar sus instrumentos y acariciar los retratos de toda una vida o se enterraban entre partituras de trazos destintados.

Una coral de voces cristalinas se gestó en el silencio y acompañó sus pensamientos desasosegados, unas entonaciones que recordaba haber escuchado alguna vez en los patios de colegio, junto a las aulas en penumbra del ala vieja, aquéllas en las que se amontonaban las sillas de otros tiempos y donde, según decían, mostraban los espectros de niños muertos, víctimas de un incendio a principios de siglo.

Aún hipnotizada por cuánto podía ver en las entrañas de aquel iris del bufón y sosegada en el dulce trance por la melodía de aquel cántico algodonado venido del infinito, Clía vio, más allá del piano, el titilar de unas velas, una oscuridad sagrada y varios asientos de terciopelo desgarrado y brazos humedecidos. El estuche de su violín aparecía ensoñado en un frágil consuelo, vacío en su interior, dispuesto sobre la herida madera sombría del piano en la que también se distinguían varios huesecillos de ave formando geometrías ovaladas, amontonados, despidiendo un hedor de silencio a ultranza. Entre la bruma y musgo de la imaginación le pareció distinguir, asimismo, como marco ambiental, unas cornisas repletas de gárgolas de orejas puntiagudas y colmillos de marfil, además de un infinito aperlado de vacío en el que se oía toser a las sombras, algunas de ellas incorporadas de sus butacas, temblorosas e inquietas. Pensó en un inmenso teatro de edades gloriosas y estruendo de gentío al acomodarse en los asientos, cortinajes de hilo dorado y lúcida emoción contenida en cada expresión del asistente. Olía a nuez moscada y barniz. Imaginó y descubrió todo aquello en el iris del bufón.

De repente, se vio a sí misma sumergida con brazos en cruz y ojos entornados, en las entrañas de un témpano de hielo en cuyas formas escurridizas había ensartadas varias batutas espinosas, de aquellas que habitualmente se hallaban en el mecer de manos del director de orquesta. Del hielo, hacinados en torno a su bella delimitación rectangular, bebían a lametones varios engendros de cabellos erizados y trajes de mangas estrechas. Clía, su imaginada silueta en el iris del bufón, gemía tortuosamente desde la oscuridad fría de aquel sarcófago de hielo. Sobre su semblante se abatían las gargantas salivosas de aquellos entes.

- ¿Qué quieren de mí? Esto es insufrible – pensó al concebir que cuanto veía en aquel iris era, tal vez, lo que le aguardaba en aquel lugar –. Dos pasos atrás, lejos de este monstruo y el exterior. Si no escapo, pronto se abalanzará sobre mí y me atrapará para llevarme con ellos – se murmuró ávidamente, advirtiendo el desconsuelo y la zozobra de su respiración. Su mirada a la deriva.

Pero aquél fue sólo un deseo enraizado en la desesperación. Apenas sí pudo mover sus piernas para recular y dejar de mirar aquel iris del bufón en el que vislumbraba los lienzos de pesadilla. Un aplauso torpe de las sombras, un leve murmullo de sentencia la despertó de aquel trance imaginario. Entonces sintió un escalofrío aún más intenso.      


Fuente: 

Julio Ángel Olivares Merino – Terror, Editores Mexicanos Unidos, p. 43 – 49.

El 3° capítulo de este libro lo puedes leer en este enlace:

https://divinortv.blogspot.com/2020/10/julio-angel-olivares-merino-la-parada_22.html

La 5° parte de este libro puede checarse en este link:

https://divinortv.blogspot.com/2020/10/julio-angel-olivares-merino-la-parada_24.html

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