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Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 5

El bufón había desaparecido. Ni rastro de él. Tan sólo una densa murmuración de pasos en la profundidad de aquel vagón, calada sucesivamente a los otros eslabones de tren, probablemente hasta el sopor de la noche, revelando, tal vez, que había decidido marchar o quizás era sólo que jamás había estado allí y se oía el rumor de los pasajeros que, a buen seguro, estarían tratando de bajar los vagones.

Entre los dedos de su palma derecha se acunaba un murmullo cristalino y frío, vaporoso y algo tremulante. Desnudó su palma de oscuridad, abrió su mano liberándola del recelo ceñido y contempló un cascabel que había dejado unas marcas plateadas sobre su piel. A pesar de no moverse, tintineaba, con expresividad sollozante, muy cercana a sus oídos, como si fuese sólo un susurro imaginado o nacido del recuerdo.

Obedeciendo a un impulso, miró al exterior de nuevo, a través de los ventanales del vagón, ahora parcialmente empañados. El furor se expresó en sus pupilas. La única vía de escape parecía aún más temible y amenazadora ahora. Ya no se veía nada ahí fuera. La niebla lo cubría todo, sin dejar ni un solo consuelo de transparencia tras aquellos cristales.

Tan sólo se advertía el temblor de una cigüeña de alas oscuras en su nido, acechada por las formas ennegrecidas de los buitres, colosales imágenes del pavor. La lluvia velaba el vacío del andén, cada trazo sigiloso y frío de aquel lugar. Tras aquel migajón de bruma, presintió una infinidad de sombras apostadas en cada rincón de la vieja estación de tren. Le pareció ver el errático esbozo de un error escuálido frente a la ventana de venta de billetes. ¿Dónde se encontraba? ¿Qué extraño lugar era aquél? ¿Dónde estaban todos?

De repente, volvió a tintinear el cascabel, quemando su palma. Lo arrojó al suelo en un acto reflejo y la forma nimia metalizada fue rodando pasillo adelante hasta toparse con la puerta corredera  de un compartimiento. Un instante de silencio y una voz distante en el andén.

- Hacia la luz, Clía – dijo la niebla.

En aquel momento, se desencadenó una tempestad de resplandores al otro lado de la puerta del compartimiento y Clía sintió – esta vez no fue imaginado – que el tren comenzaba a moverse con lentitud espectral sobre los raíles, chirriando en su caprichoso despertar, hasta detenerse nuevamente, casi al momento.

Fue entonces cuando se abrió la puerta corredera y el cascabel chirrió bajo los pies verdosos de una figura marmórea y delgada que emergió de la extraña claridad del compartimiento. Clía contempló, absorta, la delicada tonalidad de aquella piel, el descorazonado esmalte de su semblante, aún más intenso en compañía del hastío tambaleado en sus ojos decaídos, sombreados por varios mechones de ceniza. La figura extremadamente alta y esbelta aún en su mortecina fragilidad, se fue aproximando a ella, entre guiños pesarosos y plañidos turbados. Se movía con docilidad exánime. Entre sus senos amoratados, sobre los que varias lágrimas de harapo parecían retozar cubriendo una hermosura caduca, traía aquella feminidad fantasmagórica un gato de angorina, con ojos disecados y ronroneo sin vida.

Clía no se inmutó. Pareció esperarla. Sus pensamientos se habían estancado en un suspiro de recelo, aunque se sentía gradualmente embriagada por una colorida sensación de compañía y fascinación.

- ¿Quién puede silenciar el color de siglos? ¿Quién puede domar la inspiración e imaginar un sepulcro para la música? – pareció musitar la figura lastimosamente. Su voz flaqueó en la oscuridad y trazó una ondulante entonación que fue mustiándose hasta helarse en el sigilo. Una estela de lágrimas se escurrió por su brazo derecho, que la criatura había tendido, tembloroso, a Clía. Aún retenía al precioso felino en su regazo.

La muchacha se estremeció mientras aquella mano de porcelana se aproximaba a ella, a punto de palpar el estuche de su violín.

- El terciopelo de las melodías aún está vivo – dijo la aparición cuando posó sus palmas de pétalo sobre aquel estuche.

Por alguna razón, Clía pensó entregárselo. Intuía que en manos de aquella majestuosa presencia, el corazón de su violín soñaría melodías mágicas, jamás antes interpretadas en su sentir. El espectro esbozó una sonrisa entonces y de sus labios manaron enjutos hilos de sangre mientras ella temblaba en espasmos. Justo en ese instante, Clía demudó su mirada absorta al sentir un tremendo golpe sobre las ventanas del vagón. Advirtió que los buitres estaban tratando de arañar el cristal, golpeándose sobre su superficie, dejando estelas o grumos sanguinolentos.

Viniendo de la profundidad del vagón, de aquella tiniebla, varios relámpagos en forma de tridente se hilaron fugazmente, atraídos por los leves movimientos de la aparecida y, en un instante, punzantes como suspiros de un lamento de nevada, ensartaron su cuerpo con precisión certera. Invadido por el dolor y la esencia de rencor, el espectro no pudo evitar abrir su boca de forma refleja y dejar escapar un gemido apenas perceptible, cual hálito de cabaña oscura abierta en la noche tras décadas de enclaustramiento. Se ladeó, entrecerrando sus ojos de nácar, ocultando el reborde sedoso de sus iris. Lejos de desfallecer al instante, permaneció erguida, esbozando una sonrisa raída por el dolor, tal si aquellos ademanes torpes le resultaran tan ridículos como abatidos e innecesarios. Palideció toda ella, mientras la enramada de relámpagos la abrasaba por dentro y, poco después, tenaz, pero al fin consciente de su postrera suerte, la aparecida logró serenar el temblor de sus labios para expresarse con mesura, incluso en aquel trance que la desgarraba:

- El silencio es así de oscuro y traidor en este lugar – dijo entre toses y, al instante, palpando sus senos cristalinos, acariciando al gato de nube, se desmoronó, como la hermosura del estío ante el silbo de otoño.

El animal, que de repente cobró vida, escapó de sus brazos, arañando sus miembros, dejando marcadas varias heridas en su intento por liberarse de aquellos brazos.

El espectro agonizó ante Clía mientras el felino de tierno pelaje y altivez plasmada en su expresión de desapego volvía son paso sigiloso y metódico, olisqueando el vacío, al interior del compartimiento de los resplandores, alejándose de ella y Clía.

Estridente y violento, el repiqueteo de pico corvo de los buitres seguía arañando la ventana del vagón desde el exterior.

- ¡Que paren! ¡Que se marchen! – pensó Clía, mientras se perdía en suspiros de atención por el espectro, postrándose incluso ante ella, tendiéndole su mano.

Yacente y obnubilada por la cercana muerte, la feminidad tembló sin contención, sin decoro, expresando en el vaivén de sus iris fríos, de mercurio, la desesperación insufrible de su agonía. La leve hermosura de hiedra que la había impregnado ahora vestía el recuerdo. Amamantando durante unos instantes tensos la mirada de Clía, la fantasmal presencia pareció recobrar sosiego. Aquellos labios, semejantes en diamantina expresión a la escarcha, al neón o al brillo de caramelo recién lamido, se estremecieron y se tensaron poco antes de decaer, maquillando su rostro con la mueca de un arlequín deprimido. El final. Sonó una musicalidad triste, acompañada por el tintineo de cascabeles añejos mientras ella, la agonizante, principiaba a murmurarle:

- Años en vela para escuchar al cisne de la esperanza cantar. ¿En qué tarde lluviosa llegará ese tren?

Acompañó sus palabras con un vehemente e iracundo movimiento de manos que trataron de arrancar algo de la postrera onda de calor acunada entre sus senos.

- Toma, llévala contigo – le entregó una pluma de inmaculada delimitación plateada que por fin logró extraer de su pecho, arrancándola de su último latido a través de una herida reseca –. Murmúrame en sueños, acércate a mi fosa cuando la música haya vuelto, cuando el tren de los acordes susurre en el horizonte y acaricie los raíles a su paso, cuando pare en el andén y la bruma se convierta en melodía liberada. Talla la sucesión de notas en mi sepultura… hallarás mi tumba en cualquier rincón del silencio.

Y diciendo aquello, murió con un último lamento reprimido, cautivo entre dientes mientras se le engarrotaban los dedos como la tímida muerte de un plástico que se arruga ante el tacto de la llama. Clita parpadeó, palpando a conciencia la pluma de metal, rozándola inconscientemente con sus muñecas, advirtiendo que con un suave mecer sobre su piel, aquella especie de amuleto, que aún guarecía el calor del seno de la aparecida, producía una musicalidad hipnotizadora, acallada.

Al devolver la mirada al espectro, se sintió nuevamente amenazada por los bramidos de la irrealidad. El fantasma se había convertido en un inmenso violín de resina lagrimeante, cuerdas destensadas y cuerpo astillado al que se enredaban varias ramas de espinas.

Se incorporó entonces, incapaz de palparlo – aunque algo la hizo sentir el pesar de aquellas cuerdas, algo la llevó a afinar imaginariamente el violín e impregnar el silencio, sosteniendo la pluma entre sus manos tiritantes, aguardó, consciente de que el destino sugeriría un nuevo instante, mientras en el silencio comenzaba a oírse un pálpito acentuado, tierno entre embates de brisa que mecían la bruma en exterior y acariciaban las formas varadas del tren, buitres habían desaparecido, pero en el desconsuelo de nieblas aún flotaban sus sombras.

Entonces, aparecieron, cruzando el umbral del compartimiento, otras siluetas de nieve, al menos cuatro, desencajando sus mandíbulas de algodón, sollozantes su ojos que de repente, al ver a Clía, cobraron una intensidad singular, tonalidad asemejada a la del almíbar.

- Es ella – se dijeron entre sí, esbozando una sonrisa apenas moteada por la oscuridad, en absoluto amenazadora.

Le recordaron a las bailarinas de las cajas de música que alguna vez habían encontrado en los baúles de casa aquellas faldas de seda, tal vez alas de libélula o hada, sus sayos transparentes y oculta la desnudez pálida bajo sus crecidos cabellos de alga, hilados onduladamente entre legajos alambrosos de telaraña y escarabajos muertos.

Al poco tiempo, sintió sus palmas, sus caricias, sus susurros y sus lamentos. Dos de ellas la levantaron del suelo con delicadeza, tomándola por la cintura e infundiéndole un vago temor al exhalar su hedor a tela húmeda, y la llevaron en vilo a lo largo del corredor, ensombreciendo el vagón a su paso, mientras las demás hacían gestos dolidos, tensando sus cabellos, formando arpas con sus tirabuzones y fingiendo tocar hermosas melodías.

Ante la puerta metálica al exterior, también arañada, soplaron en sus oídos y la dejaron libre de nuevo, escurriéndose en recular de retorno a la profunda penumbra del vagón, brillantes sus labios de hielo, con ira, en las tinieblas. Sonrieron desde la distancia, invitándose las unas a las otras a bailar en el silencio, ignorándola ya, frágilmente bellas. De reojo, sin embargo, presintió a uno de aquellos espectros  que había quedado junto a ella para vigilar su despedida, una que dulcemente la invitó a salir del tren.

- Sálvanos, Clía, y en cada pupila encontrarás la llamada de aquéllos que a su vera estaban, los que ahora han desaparecido en la inmensa alma de esta penumbra – le dijo sin mirarla y, al instante, sin dejar que las hebras de sus palabras se perdieran en el silencio, todas las aparecidas eslabonaron una entonación de musicalidad torturada, cantando:

La noche ojos de búho tiene, ¿acaso no lo ves?

Hermosura amenazada, como los labios

helados de una canción enterrada.

La noche ojos de búho esconde, ¿acaso no lo ves?

Su ulular me hace temblar y sollozo…

Ya no soy la que orillas del río cristalino cantaba,

ya no me escucha hombre alguno,

no en este lugar.

He dejado de ser inspiración,

maldigo la oscuridad.

La calma se estremece,

me escalofría

y me solivianta.

Es peligrosa, tanto como la luna que se queja

y que hace años murió con lamento gris.

Nuestro sepulcro esta helado y nos espera.

Temo las dagas del viejo fantasma, su silencio,

sus relámpagos de plata sigilosa.

Ya lo escucho, madre cámbiame de cama,

que el silencio se acerca, trae buitres

y manos cortadas.

Cantaron temblorosas, perdiéndose su delimitación entre las sombras, como si de un instante a otro fuesen a desaparecer, más allá de la añeja trama de oscuridad. Demudada, con el corazón en un puño, Clía palpó la puerta del vagón sintiendo la fría vaharada del exterior y ésta se abrió dando paso a un suspiro de umbral y varios eslabones de bruma. Sintió un vértigo de pavor al encarar la noche. No la había imaginado tan helada, con tal herida de desolación e impersonalidad.

De repente, los relámpagos volvieron a cruzar la oscuridad del vagón desde la más hosca profundidad, desde los compartimientos más alejados, atravesando violentamente los cuerpos de las ninfas o aparecidas. Las vio desplomarse inquietas, perdiendo sus manos y sus pestañas; en breve tiempo, quedando sin brazos y tiritando torturadamente sobre el suelo del vagón, hasta convertirse en cuerdas de viola untadas con harapos de hielo y violetas desgarradas.

Aquel silencio hostil llegó también a palpar el semblante de Clía, mientras unas manos invisibles, de neón helado que surgieron del sigilo, parecieron querer arrebatarle el estuche de su violín.

- ¡Jamás! – exclamó enfurecida, luchando por liberarse de aquel abrazo frío del silencio al tiempo que el vagón de tren volvía a mecerse, desplazándose levemente.

Retornó el quejido de la bocina justo cuando Clía decidió saltar del último escalón del vagón al agrietado pavimento del andén. Le pareció caer sobre una ciénaga que formase ondas de lodo al notar el impacto de sus pies, que tuvieron un eco sórdido como el de un trombón entristecido. Se sintió huérfana entonces. Buscando un amparo inexplicable, palpó la pluma plateada que le había entregado la aparecida y notó que estaba aún más gélida que la propia madrugada. La palpó hasta que ésta cayó de sus manos y fue rozando delicadamente el suelo de la estación, dejando una estela de algodón, produciendo una leve musicalidad entre tintineos de campana, mientras rodaba hasta la cuna de un haz de farol que se proyectaba  sobre el suelo del andén, donde la pluma quedó quieta nuevamente.

Mientras la melodía volvía a perderse en el silencio, Clía advirtió que varias sombras cambiaban de posición en los rincones más oscuros de la estación. Sólo una le fue visible. La que jadeaba detrás de la ventanilla de venta de billetes.

Decidió aproximarse a ella, contemplando las paredes negruzcas de la estación, de débil apariencia, como si fueran de sal o susurro. Sabía que aquél era un atrevimiento espantoso e incluso le pareció escuchar la voz de su madre que trataba de advertirla desde algún punto oscuro de aquel mundo en tinieblas. Pero siguió caminando hacia la silueta de mármol.      

Fuente: Julio Ángel Olivares Merino – Terror, Editores Mexicanos Unidos, p. 51 – 58.

El 4° capítulo lo puedes leer en el siguiente enlace:

https://divinortv.blogspot.com/2020/10/julio-angel-olivares-merino-la-parada_23.html

El 6° capítulo se encuentra disponible en este link:

https://divinortv.blogspot.com/2020/10/julio-angel-olivares-merino-la-parada_25.html

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