Julio Ángel Olivares Merino – Un colmillo del arcoíris. Capítulo 4

Sábado. Última noche. Plenilunio. Atardecer.

Tal vez no vuelva a verlos. He dejado una nota de despedida en el costurero de Lanna, eso, una caricia y un beso en su mejilla. Ha sido un día horrible para ella. Sucesivas preguntas y mi impertérrita expresión como respuesta a su desconsuelo. No sabe si pedir ayuda a alguien.

- Desearías no saberlo, Lanna. El espanto no consuela – le he dicho cuando ha dejado de llorar, dejando caer sus brazos delgados y blanquecinos por la melosa tonalidad del sillón de época.

El cansancio la ha vencido justo antes de que las sombras madurasen en el firmamento y comenzase a adivinar la melodía de un arpa desafinada. Hergen y Blaida se han despedido de mí desde el ventanal de su estancia. Ambos aparecían envueltos en trazos de algodón, en esas singulares brozas de lana trasquilada. Me ha entristecido la helada cristalinidad de sus palmas.

Los buitres acaban de invadir el acardenalado firmamento y arañan los nublos para dejar caer la lluvia a jirones. La senda duerme bajo suspiros de hoja seca, amontonada, ajena a la brisa que no logra llevarla al infinito. También hay huesecillos amarillentos, enlazados entre sí como una enredadera de tallos secos. Sigo las delgadas sílabas de esa entonación de arpa y me adentro más y más en el bosque.

Acabo de vislumbrar el retorcido curso del río, crecido este otoño, y, al fondo, en su ruina perenne, lustrada por el diamante desgarrado de la hiedra, el puente de piedra oscura. La lluvia parece aterciopelarse en su caída en este plácido ámbito del bosque. Distingo una extraña forma flotando en las aguas de suspiro continuado. Es un cuerpo henchido, boca abajo, con sus brazos en cruz, sus uñas crecidas (en una de su manos sujeta un pincel de cobre) y largos cabellos humedecidos que danzan al son de la corriente. Puedo ver su semblante reflejado en la profundidad del curso. Es Liengo. Un buitre se posa sobre su espalda y lo hunde levemente. Entonces se mueve una sombra en la espesura y, estremeciéndome, siento el arpa soñar estridentemente entre la enramada y su esmeralda de sombras.

- Versos de lana cambio por mimbre. Ya aspiro la tristeza y gloria de esa luna llena – susurra el bosque.

Un umbral. Junto a las formas semiderruidas del puente que derrama una triste silueta sobre el curso del río, descubro una puerta de marco  de alambre y guijarros, oscuros como las pupilas del mismísimo demonio, tal vez aquél que poseyó a Inna y la vistió de sombra condenada para siempre. Del umbral, que da a una caverna, mana una helada sensación de claridad manoseada por la penumbra, el amargo y débil temblor de cirios, un cascabeleo, un jadeo en huida y, de nuevo, rompiendo el silencio de la noche, un balido desgarrador y un gemido moribundo de res torturada. Decenas de pétalos desangrados de la brisa caen sobre mis hombros y los esbozan bajo un suspiro gélido de terrible presagio. A pesar de ello, camino en pos de la puerta enmarcada en enredadera goteante y musgo, mientras mis anotaciones en el diario cobran voz, me susurran. Es como si mi alma me hablara. Tiemblo, pero apenas decaigo. Sé que Inna tratará de esbozar el arco iris en la noche. Muchos de los corazones del sendero ya están enterrados, dispuestos a palpitar cuando ella arquee esa costilla de tonalidades en el firmamento. Sólo resta que arranque mi corazón y el de mis pequeños. En sus iris duermen Elergen y Blaida, en la obsesión de su soslayo y presentimiento.

Jesús bendito… En la oscuridad, en el interior de esa gruta, vislumbro mi soldadito de plomo, su pecho arañado y una inapreciable mano que lo deja en las entrañas de la sombra y huye enredada a una silueta de hábitos difusos.

Medianoche.

Me he adentrado en la sombra de esta caverna. En el exterior, que ahora tan sólo presiento como vaharada a mis espaldas, se ha prendido una antorcha en cada árbol, bajo el revuelo de siluetas oscuras. Los buitres aguardaban en esas copas saturadas por el lagrimeo de lluvia.

Me encuentro en un laberinto de galerías en tinieblas, invadidas por un insufrible hedor a sangre podrida. Las paredes de esta gruta están cubiertas por huesos que forman imágenes de tulipanes mustios. Hay baberos impregnados de sangre, acartonados, levemente acariciados por un solo halo de luz venido de la noche, fino y tiritante, que atraviesa la oscuridad y mece jacintos con perlas negras en sus puntas.

Escucho pasos aletargados, a mi espalda. Una voz en calma se va revelando pacientemente.

- Moribundo caminante. Si el bosque elegiste como lugar de tránsito, cuídate de las siluetas. Los demonios del bosque podrán acunarte, si de frío temes perecer, pues se aparecen cuando despierta la luna en el abismo y te contemplan pasar junto a la arboleda, ofreciéndote sus jubones de res extraviada. En sus remendados atavíos hallarás la muerte o, aún peor…

Una silueta pasa junto a mí. Apenas he logrado ver lo incoloro de sus párpados, entornados sobre una mirada ausente. Es Inna, la bruja, en vagar sonámbulo. Deambula a través de la galería, dejando atrás una estela de cascabeleos. Arrastra decenas de manos cortadas de niño en una cadena de porcelana. Sigue murmurando.

- Todos ellos han esbozado el arco iris. Ahora, ¿para qué tenerlos? Sus corazones también han servido a mi empeño. Duermen a la espera entre el lodo y la maleza, enterrados en sus hábitos blancos.

De repente, se detiene y tirita. Vuelve su rostro hacia mí.

- Si la niebla es densa – dice –, quédate en tu morada de mimbre, junto al alma de tu ave ausente. No llores su ausencia. Ya retornará. Jamás salgas en su busca, pues te perderás y los demonios vendrán por ti.

Un soplo de viento libera ahora la belleza polvorienta de sus cabellos canosos y pálidos. Se encorva y emprende su paso lerdo. Va acariciando la pared de la galería ahora. Se detiene de nuevo frente a una espantosa silueta de niño momificado.

- Siempre preferí el cielo y la luz. Ahora quizás adore la claridad de ese arco iris. Imagino el retorno a ese lugar, a Umbra Noël. Incluso tengo lo que quería – exclama palpando un collar de huesos de jilguero que pende de su garganta sarmentosa –. Podré devolver el alado a su jaula de mimbre.

Rasga la escamosa pared de la galería y palpa las repisas de un armario en sombras. Excitadas, las arañas acuden a sus yemas y circundan su palma herida por dentelladas de un demonio que, según la leyenda del lienzo, hace años le arrancó su corazón y llenó su pecho de ceniza, cera y sangre de oveja, la pócima de la locura, según afirman los brujos.

Inna de Mort extrae un nido de palomas muertas de la pared. Toma un montón de lana y se dirige a mí.

- ¿Crees que me conocerán cuando regrese a Umbra Nöel? – pregunta desencajando sus labios salivosos, mientras sus ojos cerrados lagrimean resina.

- Apenas lo notarás. Cambió lana por mimbre. Hergen y Blaida me abrirán la puerta y me acompañarán al sótano. No tiene pérdida. Conozco mi antigua casa…

Mi mano deja de escribir sobre la página del diario, al menos eso creo, aunque la brisa sigue tiznando palabras sobre su tez blanquecina, desvelando los instantes. Retornan a mi mente, se oyen por todas partes, esos balidos ahogados, el escarbar de hierbajos y leves arañazos sobre un vidrio húmedo. Es como si los buitres hubiese volado hasta la hiedra del cielo y estuviesen hiriendo su tersura, tallando algo sobre sus espejos.

El diario cae ahora a mis pies, ensombrecido por la silueta de Inna que ya se halla ante mí, hedionda y vaporosa, abriendo y cerrando su palma, imitando con su garganta reseca y un nervioso vibrar de su lengua el latido de un corazón. La media sonrisa que muestra deja escapar gemidos distantes, ajenos.

Las páginas del diario pasan fugazmente y un soplo de ventisca las impregna de sucesos espantosos, los que aún habrán de escribirse, los que todavía tendrán que ocurrir.

Entonces siento su palma, sus yemas de tronco reseco, manosear los suspiros que se han estancado gélidos en mi pecho. Emana de su boca amoratada una lengua aguijonada, viscosa y serpenteante que tiembla en la soledad de mis suspiros desesperados y se convierte en fragancia de cieno. Lame mi frente y la hiela. Logra detener el aleteo de mis párpados y el desconsuelo en sacudidas de mis iris.

La contemplo mientras une su cuerpo y esos atuendos de agua verdosa, también sus senos de alga, a mi escalofriada piel, en un abrazo que primero nubla mi visión y, al instante, teje lamentos rojizos, amarillentos, azulinos y de otras tonalidades, entre aullidos de lobo y gotas de sangre de cordero salpicada en los espacios fríos de mi mente.

Sobre las páginas del diario, la oscuridad y la brisa siguen desvelando mi destino, mientras su mano desnuda mi sombra y mis latidos. La lana tiembla en su otra palma, grumos de seda también veteada por hilillos de sangre que parecen formar la perfecta pupila de la luna llena.

Un soldadito de plomo cae con el pecho abierto en el umbral de la galería de las sombras y el puente en ruinas vuelve a temblar. Me arranca por fin el corazón.               


Fuente: Julio Ángel Olivares Merino – Terror, Editores Mexicanos Unidos, p. 23 – 27.

El 3° capítulo de este libro puedes leerlo en este enlace:

El 5° capítulo puedes checarlo en este vínculo:

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