Mahoma. La batalla de Badr

Después de dos años de establecido en Medina, el Profeta recibió el informe de que una caravana de mil camellos venía de Siria con rumbo a La Meca y que al frente de esa caravana iba nada menos que su gran rival, Abu Sufián, protegido por una pequeña guardia de treinta guerreros, pronto atravesarían la zona montañosa cercana a Medina, por lo que Mahoma se apresuró para reunir una tropa de trescientos catorce hombres y se dirigió por el camino de La Meca, hasta un valle regado por el río Badr, donde necesariamente debían pasar las caravanas, por lo que se aposentó ahí junto con sus hombres para esperarla. Pero también Abu Sufián tenía sus espías y se enteró de que Mahoma pretendía tenderle una emboscada, por lo que envió a un mensajero, de nombre Umair, para pedir refuerzos a La Meca. El mensajero llegó a La Meca extenuado; todos se alarmaron de la situación y el gobernador de la ciudad, Abu Chahl, quien, como recordaremos, era otro de los acérrimos enemigos de Mahoma, tomó cartas en el asunto y corrió la voz de alarma por toda la ciudad, llamando a las armas como si se tratara de una invasión. Al enterarse de que el ataque era contra Mahoma se adhirieron los coraixíes que se consideraban severamente ofendidos y se reunió una fuerza considerable, pues constaba de cien caballeros armados y setecientos camellos de apoyo que de inmediato se puso en camino, llevando al frente al mismo Abu Chahl, quien ya tenía setenta años, pero estaba sediento de venganza. Mientras tanto la caravana de Abu Sufián, quien había averiguado la localización de las fuerzas de Mahoma, avanzó por un camino alterno y pudo evadir el enfrentamiento, por lo que envió otro mensajero a La Meca para avisar que el peligro había pasado, pero el mensajero encontró al ejército de los coraixíes que avanzaban a marchas forzadas. Se celebró entonces una asamblea entre los jefes del ejército y no pudieron ponerse de acuerdo, pues mientras algunos querían continuar con la campaña para acabar de una vez por todas con su enemigo, otros preferían no someterse a un enfrentamiento peligroso, aunque sabían que su número era superior al de las huestes de Mahoma; finalmente la mayoría se decidió por continuar con la campaña punitiva mientras que una minoría decidió regresar a La Meca.

Cuando los informantes de Mahoma le dijeron que se acercaba un ejército enemigo de dimensiones superiores al suyo sus hombres se alarmaron, pues no había sido la intención de ellos el entrar en una batalla de importancia, sino solamente el participar en una operación de saqueo que no representaba ningún peligro para ellos, por lo que muchos preferían batirse en retirada; pero Mahoma perecía tranquilo, y les aseguró que no había motivo de preocupación, pues Alá estaba con ellos y los protegería.

Los musulmanes se apostaron en la parte alta del terreno y le prepararon al Profeta un parapeto hecho de ramas, donde también ataron un veloz dromedario, para que él pudiera salir huyendo hacia Medina, en caso de que fuese inminente la derrota de sus fuerzas.

Finalmente, la vanguardia del ejército enemigo entró en el valle; pero animales y hombres venían tan agotados que se abalanzaron hacia el agua para beber, sin advertir que cerca de ahí estaban ocultos los musulmanes, quienes cayeron sobre ellos y los aniquilaron; se dice que sólo uno se salvó, fue hecho prisionero y más tarde se convirtió a la fe musulmana. 

Pero aquello fue solamente un triunfo parcial y una pequeña ventaja, pues el grueso del ejército enemigo seguía siendo muy superior en número, por lo que los musulmanes decidieron tomar una posición defensiva, evitando un enfrentamiento directo y manteniendo una posición elevada en el terreno, con lo que podrían tenerlos a tiro de flecha cuando ellos se acercaran al río, lo que era previsible que hicieran, a causa de la sed. Mahoma, en su refugio, no cesaba de rezar, y cuando ya había comenzado la batalla entró en trance; cuando volvió en sí declaró que Alá le había prometido la victoria, por lo que tomó un puñado de arena y lo lanzó en dirección de los coraixíes exclamando: Que la confusión guíe vuestros pasos; acto seguido ordenó a sus tropas que avanzaran sin miedo, pues las puertas del paraíso estarían abiertas para ellos. Lo musulmanes se lanzaron con un impulso frenético hacia el enemigo, de manera que su embate fue irresistible y en los primeros momentos quedaron varios muertos, entre ellos el propio jefe Abu Chahl, con lo que los coraixíes se desorganizaron y comenzaron a retroceder, hasta que finalmente salieron en estampida; sobre el terreno quedaron setenta cadáveres de los enemigos y otros setenta fueron hechos prisioneros; los musulmanes tuvieron solamente catorce bajas, cuyos nombres fueron los primeros de una larga lista de mártires de la fe. El profeta regresó a Medina triunfante, con un botín nada despreciable de armas y camellos, además de setenta prisioneros que representaban una buena cantidad de dinero en rescates, sobre todo porque entre ellos se encontraban personajes importantes, siendo uno de ellos el propio tío de Mahoma, Al Abbás, quien no correría mejor suerte que los demás. 

Pero en esos mismos momentos su alegría se transformó en profunda tristeza, pues al llegar a su casa se encontró con la noticia de que su hija preferida, Rugaya, había muerto el día anterior. Sin embargo a los pocos días recibió la noticia alentadora de que su antiguo esclavo Zaid volvía de La Meca en compañía de otra de sus hijas, Zainab, quien al conocerse la derrota de los coraixíes había tenido que salir huyendo para evitar represalias, lo mismo que Zaid; pero en el camino habían sufrido un atentado en el que un sujeto llamado Habbar Ibn Aswad había arrojado su lanza hacia la litera en la que viajaba Zainab, afortunadamente sin que ésta resultara herida; pero la indignación del profeta fue tan grande que lanzó el decreto de que cualquier musulmán que se encontrara con Habbar debía quemarlo vivo, aunque cuando alguien le hizo notar la crueldad de su decreto lo suavizó un poco diciendo: Sólo Alá puede castigar con el fuego, si alguien se encuentra a Habbar, que lo mate con la espada. 

El triunfo de los musulmanes en Badr causó una gran conmoción entre los coraixíes de La Meca, pues aquél que había salido huyendo de la ciudad se había convertido en un poderoso enemigo; el gobernador de la ciudad había muerto y había setenta prisioneros por los que se pediría rescate, estando entre ellos algunos personajes importantes, como ya se ha mencionado. Otro de los enemigos acérrimos de Mahoma, su tío Abu Lahab, quien no había podido entrar en combate por enfermedad, murió a los pocos días de conocer la derrota; probablemente porque la indignación agravó su enfermedad; aunque muchos en la ciudad recordaron la maldición que le había lanzado Mahoma en el primero de sus discursos y sintieron que aquella muerte era su cumplimiento. 

Otro que sufrió las consecuencias de la derrota de Badr fue Abu Sufián, quien había llegado a La Meca a salvo con su rica caravana, pero solamente para enterarse de que el ejército que había salido para defenderlo había perdido la batalla, por lo que montó en furia y de inmediato contrató doscientos guerreros experimentados que eran rápidos jinetes, y recorrió el largo trecho hasta llegar a unos cinco kilómetros de la entrada de la ciudad, donde se dedicó a saquear las aldeas y quemar los campos, todo ello en franca provocación, por lo que el Profeta salió a su encuentro con un ejército superior en número y bien armado, pero no hubo batalla, pues cuando los invasores se dieron cuenta de las dimensiones de su enemigo, se batieron en retirada con tal precipitación que dejaron en el terreno los sacos donde guardaban sus magras provisiones, lo que fue el único botín de guerra para los musulmanes; así que, de manera humorística esta escaramuza pasó a la historia del Islam como "La batalla de los sacos de provisiones". 



Fuente:
Los Grandes – Mahoma, Editorial Tomo, p. 99 – 104.

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