Mientras atravesaba las entrañas de aquella penumbra escuchó el goteo constante de la irrealidad que atería su frente y la escalofriaba. Anhelando llegar al otro extremo del corredor, pasó junto a columnas esbeltas, recias, de aristas musgosas, sobre las que había imágenes de ángeles decapitados en cuyos regazos se esbozaban arpas descoloridas y cuervos de pesadilla, con gusanos y larvas en sus picos. No se escuchaba ruido alguno. Todo parecía esculpido tras el fino encantamiento de una superficie de cristal que acunara y preservara la delicadeza del silencio.
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Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 7
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