Había en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal. Todas las mañanas se podía ver a la señora K, comiendo la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o limpiando la casa con puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. Por la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las parras se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblecito marciano nadie salía a la calle, se podía ver en su cuarto al señor K, leyendo un libro de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los cuales pasaba suavemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas.
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Ray Bradbury – En Marte
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Ciudadano del mundo, economista de carrera, bloguero por pasatiempo, docente por situaciones del destino
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