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Jorge Ibargüengoitia – Los puercos de Nicolás Mangana

Nicolás Mangana era un campesino pobre pero ahorrativo. Su mayor ilusión era juntar dinero para comprar unos puercos y dedicarse a engordarlos. 

—No hay manera más fácil de hacerse rico —decía—. Los puercos están comiendo y el dueño nomás los mira. Cuando ve que ya no van a engordar más, los vende por kilo.

Armida de la Vara – Estampa de otoño

Por toda la casa se esparce un olor agridulce a membrillo, a orejones de calabacita y pera, a pasta de higo y a ejotes pasados por agua que, ensartados, forman largos collares verdes que cuelgan de los alambres puestos al sol para que se oreen. El día ha sido ajetreado; hay que aprovechar fruta y verdura para conservarla, por eso a casa desde muy temprano han estado llegando algunas mujeres invitadas con ese propósito.

José Rubén Romero – Pito Pérez

La silueta oscura de un hombre recortaba el arco luminoso del campanario. Era Pito Pérez, absorto en la contemplación del paisaje.

Juan José Arreola – El recuerdo más hondo

Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por primera vez a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables. Tierra de pan humilde y de trabajo sencillo, tierra de hombres que giran en la ronda anual de las estaciones, que repasan su vida como un libro de horas y que orientan sus designios en las fases cambiantes de la luna. Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancas a perderse donde empieza el apogeo de los pinos. Tierra donde hay una laguna soñada que se disipa en la aurora. Una laguna infantil como un recuerdo que aparece y se pierde, llevándose sus juncos y sus verdes riberas…

Serafín J. García – El boyero

Todas las mañanas, al amanecer, me despertaba el canto de aquel desconocido pájaro madrugador, que anticipándose a las demás aves del monte cercano saludaba al día recién nacido. 

—¿Qué pájaro es ése? —le pregunté a Fausto Ruiz, el viejo peón amigo que siempre me acompañaba en mis andanzas por el monte.

Carlos H. Magis – La lagartija

Al principio es sólo una ilusión de óptica: nos parece que la arista rugosa de una piedra rajada hubiera empezado a echar un brote. Poco después, la ilusión toma cuerpo. Es una lagartija que va sacando su carita de vieja por la grieta en sombra. El animalito vacila; los dos puntitos rojizos y brillantes de los ojos acechan, mirando atentos los alrededores. Al fin se decide; pero sale despacio, desconfiada y palpitante. Se detiene unos minutos, gozando la tibieza del sol, y la luz hace brillar su piel de seda. En la claridad se dibuja el fino perfil caprichoso de animal casi fantástico: graciosa mezcla de rana y de serpiente.

Eduardo E. Zárate – Así era Morelos

Durante la Guerra de Independencia, el general Morelos recibió de parte de un amigo una carta que decía: "Sé de buena fuente que el Virrey ha pagado a un asesino para que lo mate a usted; pero no puedo darle más señas de ese hombre sino que es muy Barrigón."

Anónimo de Chalco – La flor y el canto

Brotan las flores, están frescas, medran,

abren su corola.

De tu interior salen las flores del canto:

tú, oh poeta, las derramas sobre los demás.

Moctezuma II – Belleza del canto

Llovieron las esmeraldas;

ya nacieron las flores:

es tu canto.

Cuando tú lo elevas en México

el sol está alumbrando.

Miguel de Cervantes Saavedra – Autorretrato

Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, de frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis, y éstos mal acondicionados y peor puestos, sin correspondencia de los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste, digo, que es el rostro del autor de Galafea y de Don Quijote de la Mancha, y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño: llámese comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades; perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda, de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V.

El cohete

Salvador Rueda.

Lanzóse audaz a la región sombría

y era, al herir aquel cielo distante,

un  surtidor de fuego palpitante

que en las ondas del aire se envolvía.

Antonio Machado – Yo voy soñando caminos

Yo voy soñando caminos

de la tarde.  ¡Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...

Jules Renard – La vaca

Cansados de buscar, terminamos por dejarla sin nombre.

Se llama simplemente "la vaca", porque es el nombre que mejor le queda. 

Además, qué le importa con tal de comer. Así pues, tiene a discreción hierba fresca, heno seco, legumbres, granos e incluso pan y sal. Y come de todo, todo el tiempo; come dos veces, puesto que rumia.

Antonio Médiz Bolio – La ceiba

El árbol bonito y alegre de la ceiba tiene el tronco liso y ancho y ramas largas y rectas, como un techo. De ahí cuelgan sus nidos los yuyumes de color de oro, que cantan al sol de la mañana, y allí se paran a acariciarse las palomas.

Herman Melville – Moby Dick

Lo que la distinguía de otras ballenas no era tanto su volumen, sino más bien su frente peculiar, blanca como la nieve y arrugada, y una alta joroba piramidal y blanca. Esas eran sus características más salientes, las señales por las cuales, aun en los mares sin límites y sin cartografiar, revelaba a gran distancia y a quienes la conocían, su identidad. El resto del cuerpo estaba tan rayado y manchado y lleno de lunares de tonalidad de mortaja, que, en último término, había ganado el apelativo que la distinguía: "ballena blanca", un nombre, en verdad, justificado literalmente por su vivido aspecto cuando se le veía deslizándose en pleno mediodía a través de un mar azul profundo, dejando una estela lechosa de espuma como crema, toda rayada de brillos dorados.

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