Paradójicamente, Mahoma era analfabeto, de manera que cuando recibía una revelación la transmitía oralmente y sus oyentes se encargaban de repetirla y memorizarla hasta que alguien la fijaba por escrito. Sin embargo, el modo en que le llegaban los mensajes divinos variaba mucho de unos casos a otros. Podían ser visiones claras o frases casi incoherentes e inarticuladas, mensajes luminosos o palabras dolorosas y oscuras. Según explicaba el propio Mahoma: "La revelación más difícil es la que me llega como el tintineo de una campana, aunque la reverberación se reduce a partir del momento en que soy consciente de su mensaje". En alguna ocasión, la revelación incluía instrucciones sobre cómo debía transmitirla, pero con frecuencia se encontró con grandes dificultades a la hora de entender los mensajes que recibía y luchó agónicamente hasta descifrarlos. Cierta vez dijo, refiriéndose a este proceso: "Jamás recibí una revelación después de la que no sintiera que me habían arrancado el alma".
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El último profeta. Revelación decisiva
Después de aquella experiencia mística, Mahoma tuvo algunas otras de las que nunca habló, y luego se interrumpieron de pronto. Esto lo sumió en un amargo desconcierto que duró dos años, hasta que le llegó la revelación que transcribe la sura de la mañana, número 93 del Corán. Esta vez se trataba de un mensaje claro, lleno de luz, en el que Dios lo conminaba a dar a conocer a sus hermanos las palabras que ponía en su boca. Aquél fue el impulso decisivo. A partir de entonces, la desconfianza de Mahoma desapareció por completo, y su espacio lo ocupó una sólida seguridad. Investido de ella, Muhammad ibn Abdallah se dispuso a obedecer a Dios presentándose ante los suyos como el Profeta.
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