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Conrado Nalé Roxlo – El grillo

Música porque sí, música vana,

como la vana música del grillo,

mi corazón romántico y sencillo

se ha despertado grillo esta mañana.

José Gorostiza – La luz sumisa

La luz, la luz sumisa

(si no fuera

la luz, la llamaran sonrisa),

al trepar en los muros, por ligera,

dibuja la imprecisa

ilusión de una blanda enredadera.

¡Ondula, danza, y trémula se irisa!

José de Espronceda – Canción del pirata

Con diez cañones por banda,

viento en popa a toda vela,

no corta el mar, sino vuela

un velero bergantín:

bajel pirata que llaman

por su bravura El Temido,

en todo mar conocido

del uno al otro confín.

Armida de la Vara – Estampa de otoño

Por toda la casa se esparce un olor agridulce a membrillo, a orejones de calabacita y pera, a pasta de higo y a ejotes pasados por agua que, ensartados, forman largos collares verdes que cuelgan de los alambres puestos al sol para que se oreen. El día ha sido ajetreado; hay que aprovechar fruta y verdura para conservarla, por eso a casa desde muy temprano han estado llegando algunas mujeres invitadas con ese propósito.

José Rubén Romero – Pito Pérez

La silueta oscura de un hombre recortaba el arco luminoso del campanario. Era Pito Pérez, absorto en la contemplación del paisaje.

Juan José Arreola – El recuerdo más hondo

Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por primera vez a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables. Tierra de pan humilde y de trabajo sencillo, tierra de hombres que giran en la ronda anual de las estaciones, que repasan su vida como un libro de horas y que orientan sus designios en las fases cambiantes de la luna. Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancas a perderse donde empieza el apogeo de los pinos. Tierra donde hay una laguna soñada que se disipa en la aurora. Una laguna infantil como un recuerdo que aparece y se pierde, llevándose sus juncos y sus verdes riberas…

Gabriel García Márquez – La casa de José Arcadio Buendía

Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.

Serafín J. García – El boyero

Todas las mañanas, al amanecer, me despertaba el canto de aquel desconocido pájaro madrugador, que anticipándose a las demás aves del monte cercano saludaba al día recién nacido. 

—¿Qué pájaro es ése? —le pregunté a Fausto Ruiz, el viejo peón amigo que siempre me acompañaba en mis andanzas por el monte.

Azorín – Un pueblecito

Yo he llegado a media mañana a este pueblecito sosegado y claro; el sol iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, frescas, caían en un ángulo de los aleros de las casas y bañaban las puertas; la iglesia, con sus dos achatadas torres de piedra, torres viejas, torres doradas, se levantaba en el fondo, destacando sobre el cielo limpio, luminoso. Y en el medio, la fuente deja caer sus cuatro chorros, con un son rumoroso, en la taza labrada. Yo me he detenido un instante, gozando de las sombras azules, de las ventanas cerradas, del silencio profundo, del ruido manso del agua, de las torres, del revolar de las golondrinas, de las campanadas rítmicas y largas del vetusto reloj.

Carlos H. Magis – La lagartija

Al principio es sólo una ilusión de óptica: nos parece que la arista rugosa de una piedra rajada hubiera empezado a echar un brote. Poco después, la ilusión toma cuerpo. Es una lagartija que va sacando su carita de vieja por la grieta en sombra. El animalito vacila; los dos puntitos rojizos y brillantes de los ojos acechan, mirando atentos los alrededores. Al fin se decide; pero sale despacio, desconfiada y palpitante. Se detiene unos minutos, gozando la tibieza del sol, y la luz hace brillar su piel de seda. En la claridad se dibuja el fino perfil caprichoso de animal casi fantástico: graciosa mezcla de rana y de serpiente.

Anónimo de Chalco – La flor y el canto

Brotan las flores, están frescas, medran,

abren su corola.

De tu interior salen las flores del canto:

tú, oh poeta, las derramas sobre los demás.

Moctezuma II – Belleza del canto

Llovieron las esmeraldas;

ya nacieron las flores:

es tu canto.

Cuando tú lo elevas en México

el sol está alumbrando.

Miguel de Cervantes Saavedra – Autorretrato

Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, de frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis, y éstos mal acondicionados y peor puestos, sin correspondencia de los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste, digo, que es el rostro del autor de Galafea y de Don Quijote de la Mancha, y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño: llámese comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades; perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda, de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V.

Jules Renard – La vaca

Cansados de buscar, terminamos por dejarla sin nombre.

Se llama simplemente "la vaca", porque es el nombre que mejor le queda. 

Además, qué le importa con tal de comer. Así pues, tiene a discreción hierba fresca, heno seco, legumbres, granos e incluso pan y sal. Y come de todo, todo el tiempo; come dos veces, puesto que rumia.

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