Del placer de la mesa
De cuantos seres sensitivos habitan nuestro globo, el ser humano es sin duda el que más sufrimiento experimenta. Condenado está por naturaleza primitiva al dolor, mediante la desnudez del cutis, la forma de los pies y en virtud de ese instinto guerrero y destructor de la especie humana, de la que no se separa en cuantas partes aparece.
Los animales, libres están de maldición semejante; y sin los raros combates que el instinto genital origina, el dolor sería del todo desconocido para la mayor parte de las especies en su primitivo estado; mientras que el ser humano, capaz sólo de experimentar deleite de forma pasajera, para lo cual pocos de sus órganos nada más aprovechan, siempre y por cada una de las partes de su cuerpo es susceptible de estar sometido a espantosos dolores.
Semejante miedo práctico del dolor, hace que, aun sin ello percibirse, caiga el ser humano con ansia del lado opuesto y se adhiera por completo al escaso número de placeres que por su suerte le concedió la Naturaleza. Por esta misma razón aumenta el ser humanos sus deleite, los prolonga y varía; y finalmente, también llegó a adorarlos, puesto que en el reinado de la idolatría, y durante larga serie de siglos, todos los placeres han sido divinidades secundarias, presididas por dioses superiores. El rigor de las religiones nuevas ha destruido todos esos patronatos: Baco, Amor, Como y Diana ya sólo subsisten como recuerdos poéticos; pero la cosa todavía dura y aun cuando imperan severísimas creencias, surge cierto regocijo con motivo de casamientos, bautismos e incluso de entierros.
Por Jean Antheline Brillat - Savarin en Revista Algarabía No. 125 Febrero 2015, p. 38 – 40.
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